sábado, 16 de octubre de 2010



¿QUÉ HACEMOS CON EL

PATRIMONIO CARAQUEÑO

DE LOS 50?

Ponencia presentada en el curso

TEORÍAS URBANAS: EL ROL DEL CENTRO HISTÓRICO

EN LA DINÁMICA DE LAS METRÓPOLIS CONTEMPORÁNEAS

Doctorado de Urbanismo, Facultad de Arquitectura y Urbanismo, UCV

Caracas, 24 noviembre de 2007

Confesión: soy un voraz ladrón de imágenes en Internet y, por la premura, no siempre guardo adecuado registro de fuentes por lo que, al publicar la foto sin reconocer la autoría, algunos pueden sentirse utilizados o abusados. Sin seguridad de recordar todas las fuentes, creo que la foto de la Plaza Cubierta es de Luis Brito; sé que la de las galerías del Centro Simón Bolívar es de José Luis Colmenares, que las dos de las autopistas son de la serie “Caracas Cenital”, de Nicola Rocco; creo recordar que la de El Ávila en llamas es de Luis Romero y presumo que la del Hotel Humboldt puede ser del propio Tomás Sanabria, tomada en alguno de sus vuelos. La del escalímetro soportando el laptop puede venir de WebUrbanist.com y el Plano del Plan Regulador es del archivo respectivo. Mis disculpas a quienes se hayan sentido ofendidos por mi anterior descuido. Prometo ser más cauteloso en mis robos; que seguirán…

La manera más falaz de iniciar un texto es escribiendo: “si ustedes me lo permiten, comenzaré diciendo que…”, porque, sin duda, más allá de esa supuesta humildad yace la determinación de hacer y decir lo que ya uno ha decidido hacer y decir, definitivamente y sin “¿por qué no te callas?” que valga.

Así que, si ustedes lo permiten, comienzo con dos notas biográficas que nadie solicitó, pero ahí van...

El primero, cronológica y ontológicamente, es que nací en Caracas en 1953 (igual que RCTV, pero todavía opero en señal libre), hijo de españoles llegados al país algo más de un año antes, lo que me hace (como, seguramente, la mayoría en este país), producto nacional con materia prima importada.

El segundo es que estudié arquitectura en la Universidad Simón Bolívar cuando aquella escuela comenzaba y ésta estaba cerrada “por renovación”.

Nuestra formación fue ortodoxamente modernista y, aunque muy abierta a por lo menos buena parte de lo que ocurría en el mundo de la época, también profundamente aislada del entorno inmediato. Quizá porque la Simón Bolívar buscaba ser antípoda total de la Central (aunque terminamos dándoles un Decano…) y porque negar al otro no es un recurso político nuevo, no recuerdo que jamás se nos hablara de Villanueva, lo que convertía nuestras visitas a esta facultad, al Aula Magna o la Plaza Cubierta en travesuras, con el estimulante toquecito pecaminoso de lo prohibido, como cuando leíamos las complejidades y contradicciones de Venturi como si fuera pornografía.

Esa ortodoxia modernista detestaba, desde luego, las coronitas de tejas sobre los inocuos edificios de Italo Balbi (que se dice impuso Mayz Vallenilla como una manera de darle “raigambre tradicional”) y mucho más el pomposo disfraz en que transmutó la modesta pero encantadora casa de la hacienda Sartenejas en una especie de convento que luciría falso hasta en Prados del Este.

Así que, cuando en 1975 o así, y casi al lado de nuestro “pobre pero honrado” galpón de arquitectura, se inició la construcción de la Casa del Profesor, otra parodia colonial, pésimamente compuesta e implantada, con carpintería tosca y vitrales horribles, consideramos que se requería una acción heroica. Planeamos un ataque nocturno, tipo comando, a lo “El Manantial”, para destrozar a mandarriazos ese insulto, convencidos de que hacer patria exigía moler tejas.

Por algún pitazo, las autoridades supieron del plan. Nos llamaron y, con sutil firmeza, sugirieron que ello conllevaría la expulsión; y se aguó el guarapo…

Se construyó la casa, ahí sigue y hasta unos doce años más tarde llegué a casarme en ella.

Años después, un día cualquiera, haciendo cola para almorzar en el restaurante que ahí opera, justo delante de mí, quien presumo era una profesora de alguna otra carrera y que no conozco le explicaba a su huésped, posiblemente algún importante visitante de alguna otra no menos importante institución, que estaban en la casa original de la antigua hacienda, una edificación de gran significado histórico, cuidadosamente restaurada con estricto apego a las técnicas más elaboradas, decorada sólo con mobiliario original y, también hay que reconocerlo, algunos problemillas funcionales que se había hecho necesario tolerar para mantener incólumes algunos de los grandes valores del edificio.

Como para recuperar la dignidad perdida varios años antes, pensé gritarle que mentía, que los muebles eran de La Yaguara, que todo era mampostería frisada y pintada, que funciona mal por simple mal diseño, que esa casa, como el rectorado y todos los otros edificios son estúpidos de concepción y de ejecución. Pero justo cuando se lo iba a decir entendí que la historia de la profesora era mucho más bonita que la mía, que le daba al horror de esos espacios una especie de linaje, casi capaz de sustituir sus carencias con cierta alcurnia, y que la verdad que yo conocía y podría gritarles era demasiado cierta, cruel y hasta insoportable. Y me callé.

Porque más ciertos que la verdad, y mucho más útiles simbólica, operativa y cotidianamente son los mitos, lo que decidimos creer o creer que creemos para que el sin sentido del día a día parezca venir de alguna parte y dirigirse a algún lado. Asociamos esos mitos a ciertos hitos y a partir de éstos modelamos nuestros ritos, conscientes de que todo es falso o al menos no completamente cierto, pero decididos a hacerlos nuestra verdad. Aunque la certeza de este procedimiento no puede inducirnos a negar las trampas que esconde ni, mucho menos, a escondernos detrás de esas negaciones.

Todo esto para decir que no puedo hablar sobre centros históricos sin preguntarme qué significa hacerlo en una ciudad cuyo centro se desplaza más rápido que sus carros y cuestionarme los evidentes y recientes modos en que “lo histórico” se manipula, casi simultáneamente, como fardo y como coartada; que pienso que no existe LA historia, sino LAS HISTORIAS, pues el acontecer humano, como la vida, es múltiple y tan mutante como el momento requiera sea su significado, útil no como relato del pasado sino como hipótesis sobre el presente y, sobre todo, apuesta hacia el futuro; que en gran, casi total medida, la “verdad histórica” es una decisión estética para hacer tolerable lo absurdo pero, sobre todo, importante sólo en tanto es capaz de hacernos cambiar, proyectarnos, invitarnos, incitarnos, concitarnos, no como espejo retrovisor, ni consolador, ni inventario de lamentos o disfraces.

Creo que lo realmente importante de recordar es decidir qué olvidar y qué no, y por eso rechazo el conservadurismo disfrazado de conciencia ciudadana que usufructúa la nostalgia llamándola “memoria urbana”, y, reaccionariamente, elude la realidad y evita los cambios. Historizamos para exorcizar nuestras dudas e impedir que nos paralicen, como para ir zurciendo las hilachas de los días en algún tejido coherente que, a su vez y para que no vuelvan a paralizarnos, debemos, dedicada y hábilmente, como Penélope, desentramar cada día a través de su mismo uso, masticándolas, tragándolas, digiriéndolas y expulsándolas.

Por eso, y , claro, “si me lo permiten”, pasar del tema propuesto, “Un patrimonio moderno: la Caracas de los años 50”, a la pregunta “Y, entonces: ¿qué hacemos con el patrimonio de LAS Caracas de los 50?”.

Lo pregunto no porque no crea que esos años, y cualquier otro, sean parte de nuestro patrimonio, sino porque creo que todo el que haya heredado algo sabe que con cosas profundamente entrañables, se reciben otras cuyo valor sólo se descubre en la soledad del silencio y muchas que toma AÑOS deshacerse de ellas, como fantasmas que no terminan de irse. Pero claro, esto es parte de la cara “fea” de la historia, como la que estuve a punto de espetarle a aquel par de ilusas en la cola en la Casa del Profesor, cosas que a veces es mejor callar para que el cuento no se agrie y los mitos no se desinflen. Como, por ejemplo, que mis padres y tantos otros inmigrantes que ciertamente marcaron lo que fueron y legaron los años 50, vinieron a este país porque el suyo estaba arruinado por la guerra, empobrecido y sin posibilidades de trabajo, sometido a una dictadura tan feroz que la de Pérez Jiménez lucía tolerable y que, así, mucho de lo que nos preciamos de haber construido en esos años viene de la deriva de inmigrantes interiormente demolidos, su distancia, olvidos y desarraigo. Desarraigo que echó raíces en éstas que son ahora las nuestras, olvidos que gestaron ilusiones que ahora son nuestros recuerdos, distancias que pasaron de su equipaje a nuestra osamenta.

Y hablo de LAS Caracas, en plural, porque, sin duda, fue en esos años, sobre todo “si me permiten” contarlos desde la construcción de “El Silencio” y hasta la mitad de los 60, que Caracas estrena diversidad, deja de ser monocorde y rutinaria para explorar opciones y contrastes, aunque también son los años es que comienza a instalarse de modo evidente y grosero la disparidad que nos traerá a esta dislocación de hoy que, por su cruda evidencia, señala nuestros retos más claros y nuestras obligaciones más perentorias.

Así que, sin pretensión alguna de objetividad, planeo, con una estrategia tipo González Iñárritu, para repasar algunas HISTORIAS de los amores perros que animan los 21 gramos de esta Babel de nosotros, visitando, fragmentaria y entrecortadamente, y con lentes entrecruzados tres de los MITOS, HITOS y RITOS entretejidos en la vida y en nuestra percepción de las varias y variadas ciudades que, nacidas y desaparecidas, armadas y desarmadas, desarrolladas, atrofiadas, mutadas o entrevistas, durante y desde esos años, hoy contienen estas ciudades también superpuestas, múltiples y contradictorias que habitamos y que (al menos por ahora….) llamamos Caracas.

TOMA UNO: LOS 50 Y EL MITO DE LA CARACAS URBANA.

Como ya he dicho, pienso que la Caracas “nueva” que asociamos con los años 50 comienza con la construcción de “El Silencio”, no sólo por la incorporación de formas y modos urbanos desconocidos para la ciudad hasta entonces sino, y quizá principalmente, por el modo en que “El Silencio” aporta a una ciudad que aún hoy se considera sin historia una idea de tradición urbana, empleando para ello el más efectivo instrumento para la construcción de la tradición que es la , es decir, la capacidad de pensar diferente y de darle imagen a ese pensamiento.

Digo esto por la cantidad de veces que hemos oído que las galerías de “El Silencio” relanzan con lenguaje moderno las tradicionales galerías de la Caracas colonial, cuando ni el lenguaje de esas piezas es moderno sino profunda, explícita y confesamente ecléctico, ni Caracas había tenido más galerías que las casi efímeras alrededor de la Plaza Mayor, demolidas para la construcción de la Plaza Bolívar y unos portones comerciales abiertos a la calle en los alrededores del mercado de San Jacinto que difícilmente calificarían como “galerías”. Y ésta es una de las grandes contribuciones de El Silencio a la formación de esa “Caracas Urbana”: la invención de una memoria más allá que el pesado recuerdo de soledades, pobrezas y guerras pasadas. Pues, sin duda, es mucho más bonito insertar la ruptura que marca “El Silencio” en un continuo, aunque éste sea inexistente, que en copias estilísticas o en la astucia inmobiliaria del suegro de Villanueva, que quizá haya influido en el modo nada sutil con que este trozo de nueva ciudad decapita el remate monumental del Plan Rotival, promovido por Luis Roche, rival comercial de Arismendi.

Pero pienso que la p

ie

za más emblemática de este proceso de formación urbana de Caracas tan asociada con el período que nos ocu

pa, tanto por su vitalidad como por las múltiples reinterpretaciones que propone y

construye en la ciudad, sus partes y sus relaciones, es el Centro Simón Bolívar, de Cipriano Domínguez. Montado sobre la trama original de la ciudad, trastocándola sin disolverla, entretejiendo calles, túneles, pasajes, galerías, plazoletas y espacios que luego alojarían plazas, convirtiendo los quiebres topográficos en estructura arquitectónica, bloqueando el eje propuesto por Rotival al tiempo que lo acoge y transforma para entregarlo a la Plaza Diego Ibarra, mediando inteligente y sensiblemente con las escalas existentes mientras inserta las suyas propias y contraponiendo múltiples ejes (visuales, perceptuales y funcionales) en un entramado tan claro como sorprendente, que abre ventanas a la ciudad existente mientras cava otras hacia una que se anuncia y mueve en sus entrañas, el Centro Simón Bolívar construye una polifonía de velocidades, escalas, participantes y hasta colores tan admirable que incluso en su lamentable estado actual sigue conmoviendo y estimulando.

En la Caracas monocorde de la época, el Centro Simón Bolívar no sólo representa la incorporación monumentalizada de una manera distinta de hacer las cosas y una suerte de fractura legitimadora con los estilos anteriores, sino, sobre todo, la incorporación de la complejidad como característica urbana, de lo múltiple como condición cotidiana y hasta un cierto nivel de desconcierto por superposición de actores, direcciones, velocidades y destinos como sustento de la verdadera y profunda oportunidad de concertación de una ciudad que, quizá sin aún suficiente claridad ni comprensión de lo que ello significa, se comienza a descubrir diversa.

En términos semejantes y luego de la inmensa transformación de las estrategias formuladas en el Plan Maestro original que significa el diseño de las áreas centrales de la Ciudad Universitaria, unos pocos años más tarde Villanueva añadirá a estas nuevas maneras de hacer y ejercer la ciudad los fascinantes juegos de los pasillos y la Plaza Cubierta de esta Universidad. Si los primeros son explícitamente dinámicos por las atrevidas formas de sus componentes estructurales, (a veces quebrados, a veces ondulantes, a veces envolventes, y muy frecuentemente articulados entre sí de modos al menos “peculiares”) la segunda consigue hacer visible y vivible el movimiento del aire y la luz por medio de un entonadísimo y casi imperceptible manejo de la evidencia constructiva como marco silente pero activo de la experiencia cotidiana, Austero como un muro de bahareque, transparente como la brisa y episódico como el valle, este espacio, que es uno y son miles y que parece irse disolviendo mientras se construye, es seguramente más un ámbito que un lugar, y con esa fascinante ambigüedad instaura el deambular como derecho ciudadano y el paseo errante como bien urbano, lo que realmente libera de la repetición de ciclos y rituales. Como en el esquema de Villanueva que describe los flujos espaciales con flechas curvas de distintos grosores y valores que se entretejen entre los espacios y como rebotando entre las edificaciones y las obras de arte (y que tanto se ha usado para reducir su valor a la ciertamente admirable operación de integración de las artes, como convirtiendo en verdadero protagonista de la arquitectura a un elemento que actúa con ella, pero sin dominarla ni resultar dominado), la Plaza Cubierta se mueve con una geometría hasta entonces desconocida, con energía avasallante, irreverente y profundamente divertida, compleja como el Centro Simón Bolívar pero aún más abierta que éste, pues ninguna ruta aparece establecida, las perspectivas se abren y dispersan, sin por ello perderse, y cualquier destino parece ser tan válido como modificable.

También avasallante, novedoso y dinámico es “El Helicoide”, de Jorge Romero Gutiérrez, Dirk Bornhorst y Pedro Neuberger, insólita talla topográfica, acaso a medio camino o más allá del mero encuentro entre edificio y geografía, instalado sobre la Roca Tarpeya como una suerte de mastaba monumental pesadamente asentada y, también, como una especie de vertiginosa nave espacial a punto de despegar. Pero mientras la Plaza Cubierta es un espacio exclusivamente peatonal, los casi seis kilómetros de calles enroscadas que constituyen “El Helicoide” son eso, vías sobre las que se alinean comercios dispuestos con criterio de drive-in: maneje, entre, estacione, compre y váyase, en una especie de licuadora de conductores que traga y escupe visitantes con nunca comprobada eficacia y que hoy lo mantiene como ruina prematura. A pesar de su aparente masividad, “El Helicoide” es un edificio de muy poca área útil, una serpentina que envuelve la roca con más esfuerzo estructural y despliegue formal que eficiencia, un congelado monumento al pasar efímero, en permanente movimiento estático: impresionante pero inservible, dinámico pero encallado.

La pasión por el movimiento, el pasar y lo fugaz dejó huellas reales y persistentes en la ciudad, hasta convertirse casi en símbolo y razón de su propio proyecto urbano, marcado por una voluntad, casi una desesperación, por pasar y seguir pasando, como olvidando cualquier posibilidad de llegar o estar.

Y es que la ciudad que hoy tenemos sería imposible de entender (si es que alguien pretende entenderla…) sin el Plan Regulador de 1951 (en fecha intermedia entre el Centro Simón Bolívar y la Plaza Cubierta) y su estrategia de bolsones urbanos hilados por la transformación del camino del este en gran conexión entre partes autónomas. El Plan Violich no es propiamente un plan urbano sino un trazado de rutas que no traman las partes en un todo, sino que facilitan los modos de ir de una a otra sin necesidad de vincularlas. Con el Plan Violich la ciudad se suburbaniza antes de urbanizarse, de modo que el nacimiento de esa Caracas urbana es el de su desmembramiento, con consecuencias que aún pagamos, desde la cotidiana condena al tráfico hasta la reaccionaria defensa de las “zonas estrictamente residenciales” y la implantación del paradigma “Little House in the Prairie” que tan claramente aprovecha ese comercial de un nuevo desarrollo residencial en alguna de las ciudades/dormitorio alrededor de Caracas, en que la vegetación va devorando edificios, carros, gente y todo, mientras el protagonista anuncia a su enamorada que en 20 minutos los dos estarán juntos en el paraíso de no ver más nunca a más nadie: sólo pajaritos y vegetación, distancia y soledad.

También el desmembramiento como paradigma urbano alcanzó los programas de vivienda pública, tanto que, sin obviar lo que eran ciertamente tendencias y paradigmas dominantes internacionalmene, el propio Villanueva, en menos de quince años, pasa de la estrategia de ciudadanización de “El Silencio” a la desarticulación productivista de los superbloques, perversos antepasados del estropicio de El Valle, la exclusión oficializada de Caricuao y, en nuestros días, los experimentos de Ingeniería Social de la Ciudad del Camino de los Indios y, apenas unos poquísimos años antes, las Ciudades “Prócer” desperdigadas por el Tuy como hemorragia de inmediatismo y desconexión, los S.A.R.A.O.S. (Sistema de Asociaciones Rurales Auto Organizadas), los Fundos Zamoranos y los Nuevos Pueblos a lo largo del alternativamente redivivo y redimuerto eje Orinoco-Apure. Para no hablar (tanto por la complejidad del tema como porque nos llevaría a reflexiones complementarias pero distintas de las que intento demostrar fueron sembradas en nuestra realidad desde esos años que seguimos considerando gloriosos aunque hayan gestado varias de nuestras vergüenzas más profundas) de la perversidad de la dispersión como materialización de la injusticia social y la absurda inversión de los patrones de densidad y las implicaciones de injusticia social del patrón de tenencia y uso de la tierra derivado de aquellas prácticas, tema que, mucho mejor yo, trataría Vilma Obadía, con su tesis del IN-SANCHE.

Así, ¿qué tan urbana puede decirse que es esa Caracas de los 50 fascinada con lo suburbano? ¿Cuánto nos queda y valoramos de los entretejidos del Centro Simón Bolívar o el deambular lúdico de la Plaza Cubierta y cuánto del inmediatismo del pasar sin llegar nunca del Helicoide? ¿Cuánto “armamos” y cuánto “desarmamos” un proyecto urbano en esos años y, aún más, desde ellos, acaso sin siquiera darnos cuenta? ¿Cuál de todas estas ciudades animó el silencio de demasiados profesionales y la vehemencia de muchos vecinos en la discusión de Chuao, cuál reaparece o se niega en el mito ya envejecido de los “nuevos pueblos” y cuál se usa alevosamente para justificar el desmantelamiento ciudadano de la nueva geometría del poder.

TOMA DOS: LOS 50 Y EL MITO DE LA CARACAS HEROICA.

Quizá la partida de nacimiento de uno de los arquetipos nacionales más acendrados, el voluntarismo, lleve la fecha del día en que Bolívar dijo eso de que “si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”, aunque entiendo que no hay certeza de que haya sido Bolívar quien lo dijera y ni siquiera de que nadie lo haya dicho. Lo de las conspiraciones mediáticas es viejo…

Pero, sin duda, ese voluntarismo sin temor ni límites, que comparten el arrechito del barrio, el todero, el que siempre tiene un vaticinio para todo y la generación espontánea de vargólogos, carlotólogos o loquesealólogos, según sea la desgracia que nos toque vivir o el avatar que nos envuelva, adquiere en los 50 una inusitada evidencia física, materializada en dos símbolos muy parecidos pero opuestos, ambos sobre colinas y con grandiosidad insolente: el Hotel Humboldt y el Club Táchira. El primero, de Tomás Sanabria, se clava sobre la montaña como el estandarte que hinca el conquistador para declarar tomado el terreno, y la fuerza del contraste de su vertical con la oscilante cresta de la cordillera compensa con creces su tamaño relativamente modesto (no llega a sesenta metros de altura). El segundo, de Fruto Vivas, apenas roza la colina, como una hoja que cae o un ave a punto de levantar vuelo, abierto al aire y la mirada que lo atraviesan horizontalmente mientras él se infla de paisaje. Ambos se instalan sobre un complejo sistema de formas y secuencias de aproximación que alojan funciones de servicio y salones de distinto uso y jerarquía, pero la contundencia simbólica de las piezas principales se impone sobre todo ese despliegue arquitectónico hasta casi anularlo, al menos desde la distancia y en la imagen más clara que cada uno de nosotros recuerda de esos edificios.

Ni el Hotel Humboldt ni el Club Táchira son tan grandes ni tan pretenciosos como El Helicoide y, sin embargo, resultan mucho más heroicos, emblemáticos en el traspaso del límite que hasta entonces parecían imponer las montañas alrededor de la ciudad. Aunque no tengo suficiente base documental, mi memoria y algunos chequeos superficiales me indican que hasta el siglo XX (quizá hasta los paisajes de Cabré), las vistas prevalecientes de la ciudad la muestran en el sentido longitudinal del valle, contenida, casi envuelta, atrapada o sometida por su geografía, y tanto el gran boulevard monumental propuesto por Rotival como la espina de infraestructura vial que estructura el plan de Violich insisten en esa condición longitudinal. Quizá estos dos edificios, sobre todo cuando se perciben como opuestos y contrapuestos, simbolizan la subversión a esta condena, como descubriendo (tanto en el sentido de develación como en el de hallazgo) El Ávila como fachada urbana principal y las colinas del sur como gran mirador, dotando al arquetipo voluntarista y de la tenacidad heroica de una concreción material conmovedora y de una intrigante fuerza poética.

También son testimonios monumentales del dominio de la geografía, a pesar de su actual estado de abandono e invasión, los superbloques en lo que se iba a llamar “2 de diciembre” (coincidencias te da la vida…) y es hoy el “23 de enero”, o El Paraíso o Simón Rodríguez y otros, cuya pretensión heroica no se limita a la conquista del paisaje o a su dimensión física, sino que asume el voluntarismo de cambiar la sociedad por decreto, obligando a la población a mudarse a lo que alguien decide es un mejor modo de vivir e imponiendo modos de organización que se consideran más legítimos porque el poder los prefiere o los sabe convenientes incluso para aquéllos que pudieran no compartirlos (más coincidencias…), en un experimento de ingeniería social que la terquedad de la vida y la aún más tenaz fuerza de nuestros descuidos hicieron fallar hasta mutarlos en ese híbrido complicado pero lleno de posibilidades que hoy son.

Pero también en el valle se hincan símbolos de dominio y conquista, con una proliferación de obeliscos (¿freudianamente?) clavados en círculos sumisos como marca fundacional y el inicio de lo que será la primacía de la torre aislada e icónica como su equivalente habitable. Si uno supiera algo de psicoanálisis y no estuviéramos en horario infantil sería interesante explorar de qué pliegue del voluntarismo heroico surge esta obsesión fálica, sobre todo cuando uno la sabe contemporánea con la fascinación del régimen con la épica homoerótica de Centeno Vallenilla y el entrecejo dominatrix de María Félix (con esa especie de versión local que puede haber sido Adilia Castillo), pero no es ése el tema ni sé nada de él, así que mejor lo dejo ahí como un simple apunte (con retruque…).

Hablemos de tres de esos obeliscos: el de Los Próceres, el de la Plaza Altamira y el de la Torre Polar, parecidos pero también muy distintos.

El conjunto de Los Próceres es seguramente más pomposo que heroico pero, en todo caso, su determinación monumental es evidente. Este sistema de espacios públicos, diseñado por Malaussena, constituye nuestro primer gran paseo urbano (curiosa paradoja: espacio cívico de intención militarista), y maneja conscientemente la majestuosidad del paisaje para contrapuntearla con su propia solemnidad, fascistoide en el clasicismo a la Piacentini de la Academia Militar, cursilona en sus porrones sobredimensionados y algo suavizada en la relativa modernidad del Círculo Militar. Pero más capcioso o revelador resulta que este primer ejercicio de “unión cívico-militar” se haga en un tremendo vacío, distante de la ciudad que queda marginada al otro lado del río o en una cota inferior, ampulosamente autosuficiente, aislado y aislante, prepotente pero vacuo, y tan opuesto a la aleatoria simultaneidad de destinos posibles en la Plaza Cubierta, a cuyas inmediaciones termina accediendo cuando, ya casi diluido, la explícita separación entre paseo y ciudad se domestica y casi llega a integrarse a la sección de ciudad entre la Plaza “Los Símbolos” y la Universidad.

El espacio de la pileta, con su obelisco, es sin duda un espacio impactante, pero no puede pasar desapercibido que buena parte de ese impacto se funda en la desaparición de toda presencia urbana, en la insinuación de un ámbito propio y autosuficiente en el que se establece una relación exclusiva y excluyente entre monumento y montaña, como un mausoleo vigilado por soldados de piedra, que por momentos puede llegar a recordar ciertos templos egipcios.

Lo contrario ocurre con el obelisco de la Plaza Altamira, también con la montaña como gran protagonista pero con plena participación de diversos actores urbanos en su construcción, manifestación y disfrute.

Las primeras imágenes de la plaza la muestran como retazo de un deseo, una suerte de conato de ciudad suelto en medio de un campo baldío, pero a medida que los edificios, por otra parte magníficos, de Khan, Beckoff y otros, o los edículos de Mujica y, en general, la vida toda a su alrededor, construyen la intensamente sencilla trama de lo cotidiano, el gesto heroico deja de imponerse como un edicto insolente para recordar, sí, la majestuosidad de lo urbano, pero sin apabullar lo humano, como un hito capaz de destacar en sí mismo y el lugar que marca, pero sin por ello diluir o someter los ritos más cotidianos que se desarrollan alrededor de él. Recuerdo haber ido a esa plaza a estrenar bicicleta algún 25 de diciembre o a lanzar barquitos en su pileta, pero no añoro esa urbanidad balbuceante cuando ahora la veo crecida, convertida en centro metropolitano, hasta congestionada, pero aún capaz de albergar el beso de unos novios en sus bancos, la distracción alrededor de un heladero o las grandes fiestas de año nuevo que parecen comenzar a consolidarse como una de sus tradiciones.

Pero en los años de que estamos hablando Altamira no era un centro urbano, sino periferia bastante distante. El centro emergente de aquella ciudad en expansión germinaba en la Plaza Venezuela, hasta entonces extremo de la ciudad y a partir de esos días bisagra hacia la nueva que emerge, novedosa en su forma, sus símbolos y su funcionamiento.

No debe sorprender, entonces, que el “obelisco” fundacional y heroico de esta plaza, la torre Polar, de Martín Vegas, no esté en el centro, sino desplazado hacia una de sus esquinas, más como pivote en torsión que como marca de inmovilidad. Por años el edificio fue aludido como muestra de la impropiedad de trasplantar modelos sin adaptarlos a nuestra realidad. Pero a medida que pasa el tiempo, esta caja de cristal adquiere una elegancia que casi oculta su insolencia, quizá porque la rodean vecinos demasiado ordinarios y hasta su elegante compañero, el Teatro del Este, parece esfumado entre remodelaciones que han terminado anulándolo.

Sin tanto protagonismo pero con no menos pretensión, la expresividad de Di Sapio, los divertimentos de Narciso Bárcenas (“El Especialista”), la pirámide invertida de Niemeyer, los excesos de la Villa Planchart de Gio Ponti, el platillo volador de Angloven o la desmesura de cierta arquitectura anónima que ahora podríamos calificar de pre-post-moderna, despliegan sobre toda la ciudad esa efervescencia voluntarista de la determinación heroica, fundida y hasta confundida en nuestra memoria de esos años con la ruptura de cualquier límite o cortapisa, la ampulosidad de los grandes carros, el glamour de nuestra primera Miss Mundo, las carreras de autos con Fangio como estrella y la supervivencia del mito de la bonanza inagotable, que, evidentemente, no fue tal pero aún alimenta esos mitos de orgullo apolillado con que solemos compensar las pérdidas.

Pero también son los 50 los años de la mesura de la arquitectura de Don Hatch, de los conscientes edificios de Emile Vestuti, de las grandes pequeñas piezas como el Palic o el Tabaré o el Pasaje Zing o la Casa de Italia, de la sosegada consistencia de la Avenida Victoria, de esa especie de Arcadia concentrada en Los Rosales, del discreto encanto de nuevos vecindarios como Los Chaguaramos o Las Delicias, de la transformación de Chacao de pueblo en vecindario, de la aparición de secciones urbanas de marcada definición étnica aunque permeables, como la esperanza de paz que para los sobrevivientes del horror del holocausto significó San Bernardino o para los inmigrantes españoles fue esa Candelaria que aún hoy huele a ajo y aceite de oliva o para los italianos la rambla de La Carlota, de una cotidianidad que sin grandes aspavientos fue sentando las bases de una clase media más extensa, mezclada, diversa y menos almidonada, con figuras como Rosenblat o García Bacca pero también excelentes artesanos o sublimes panaderos, llena de esperanzas pero sin pretensiones; del surgimiento, en fin, de una urbanidad tranquila, primitiva, seguramente trastabillante pero prometedora, de la que luego y, hay que decirlo, muchas veces a contracorriente de la clase media emergente local, aún anclada en modos rurales que buscarán consolidar en suburbios paradójicamente atiborrados, irá pasando de la sofisticación de la Gran Avenida a los cafés en Sabana Grande, los pasajes del Centro Comercial Chacaíto y hasta el embrujo del Callejón de la Puñalada.

Quizá en esta paradójica coexistencia de gestos heroicos y hasta disonantes con una lenta pero

sostenida urdimbre de urbanidad múltiple nos aguarden aún complicadas pero perentorias preguntas. ¿Por qué sucumbimos a lo superficialmente altisonante y desatendimos la energía civilizadora de esa fuerte urbanidad silenciosa? ¿Cuántos de los crímenes cometidos en el sureste hubieran podido evitarse si no hubiéramos hecho del derroche heroico un modelo? ¿Cuándo y dónde se nos perdió qué, que terminamos perdidos entre el culto al objeto y la negación de lo plural? ¿Cuánto del desfile de excentricidades de cristal que ahora marcan y desmarcan la lectura de Caracas proviene, lo sepa o no, del desate de lo posible sin límites que entendimos como símbolo de libertad? ¿Estaremos aprendiendo algo de aquellos errores para entender y afrontar los horrores que nos circundan? ¿Será demasiado obvio trasladar a la lectura de las fracturas en nuestra ciudadanía la evidente dislocación de nuestra ciudad, el conflicto símbolo/ciudad de entonces al antagonismo caudillo/sociedad de ahora?.

TOMA TRES: LOS 50 Y EL MITO DE LA INFRAESTRUCTURA.

Aunque emparentado con la explosión urbana y las obsesiones heroicas, quizá la imagen más tangible y visible del impacto de los 50 en la ciudad sigan siendo las obras de infraestructura. La belleza y monumentalidad de los viaductos, la vehemencia de las autopistas y los laberintos de los distribuidores constituyen, aún hoy en día, con la maldición de la tranca eterna y el derrumbe del viaducto, varias de las edificaciones más impactantes de la ciudad.

Esta fascinación con lo infraestructural, lo vial y el tránsito sin duda tiene que ver con la sustitución de lo “europeizante” por lo “agringado” (una mudanza de paradigmas que invade toda la vida nacional como producto de la post-guerra y que hace percibir todo lo hecho o propuesto hasta el gobierno de Medina Angarita como casi medieval), particularmente claro en el trasvase de los deseos por una gran avenida urbana (iniciado con las demoliciones para construir la Avenida Bolívar y luego materializado en la Avenida Urdaneta) a una especie de delirio por las autopistas suburbanas, como lo evidencia de modo grosero la propuesta con que Rotival (uno no sabe si por convicción o simple acomodo) sustituye el academicismo de su propuesta de los cuarenta y convierte el paseo monumental que habría sido la Avenida Bolívar en un embrollo de puentes, rampas y conexiones para ingresar al centro de la ciudad, afortunadamente domesticado por el aún inconcluso “Parque Vargas”.

Como evidencia Rotival y asume todo el mundo, en apenas unos años el gran protagonista urbano es otro: el nuevo actor es el carro, que contiene (pero, bueno, tampoco es su culpa…) gente, pero gente feliz cuando trasciende su condición de ciudadano lograr ser conductor, a la que, como le oí alguna vez a Paco Vera, renuncia sólo cuando consigue estacionar y le toca ser peatón (una maldición reservada sólo para los fracasados que todavía no han podido comprarse su carrito) pero sólo tan brevemente como la Santa Providencia lo permita.

Al hacer de lo infraestructural el gran protagonista y fundamentar la colonización del territorio en el poder horadador de la autopista como una especie de topa de penetración que trepana el valle hasta descubirle el este, se constituye y construye (sic) la ciudad no como lugar para estar sino como vacío que se atraviesa para llegar a un destino que se desplaza cada vez un poco más lejos, como una especie de límite matemático en eterno e inalcanzable movimiento, siempre cerca, siempre inasible, siempre cierto y siempre imposible.

Claro que el desarrollo de las obras de infraestructura ha instrumentado siempre el crecimiento de la ciudad, como, en su momento, lo hizo la construcción del puente sobre Catuche que permite la emergencia de lo que fue nuestro primer barrio marginal, La Candelaria, para esos “españoles pero no tanto” que eran los canarios. Pero el papel de lo infraestructural en la expansión urbana de los 50 es no sólo distinto sino que marca las ciudades enfrentadas que hoy son Caracas. La autopista no opera sólo como vía de comunicación e interrelación sino además, y me atrevo a decir que mucho más, como instrumento de desconexión, mecanismo de escape, instrumentación de la huída, simbolizando y haciendo posible un nuevo paradigma, el del acceso a la modernidad plena y la incorporándose al American way of life.

El anuncio de prensa para promocionar la urbanización Chuao es todo un documento sobre esta mutación paradigmática.

Encapsulada en una especie de bola de árbol de navidad, una familia feliz, como sacada de una serie de televisión en algún suburbio americano (siempre recuerdo llamada “Papá lo sabe todo” cuando veo esta imagen; pero, claro, aún no se había rodado American Beauty y nuestra imagen de los suburbios era edénica y no infernal), con los tamaños físicos y posiciones corporales de cada integrante indicando claramente su rol familiar, sonríe ampliamente y sin caries mientras exhibe un título de propiedad con el orgullo de un diploma de graduación, soñando ya con construirse pronto una casa como la que aparece a la izquierda del anuncio, con aspecto supersónico, flotando en el aire y sin vecinos visibles. Papá tendrá carro y podrá ir al trabajo por la autopista, mientras mamá limpia la casa y cocina con tiempo de acicalarse antes de que papá llegue a almorzar y la nena, como buena Sandra Dee, aprenderá los oficios y a secarse el pelo con curva ascendente al final de sus líneas lacias, cualidades ambas que habrán de serle de inmensa utilidad en la indispensable búsqueda de un buen marido que perpetúe sus sueños.

Es el mismo Chuao hoy atrapado entre el amasijo del ciempiés (¿curiosidad o metamensaje que nuestros distribuidores de tránsito tengan nombres de alimañas?), el tapón de La Carlota y la avalancha de carros desde el sureste, que algunos siguen defendiendo como zona estrictamente residencial y que estuvo a punto de costarnos la cabeza hace un año, durante la discusión y los inútiles intentos de explicación del Plan Especial de Ordenamiento Urbano que desarrollamos para la zona. Pero es también el ghetto de tantas otras tierras prometidas que hoy viven encerradas tras portones y talanqueras, rejas, cercas electrificadas y desconfianza total.

La fascinación por la infraestructura confundió de tal modo la comprensión de lo instrumental con lo fundamental que terminó por invertirlos y por invertirnos a nosotros mismos.

En un libro muy sabroso sobre la formación de San Bernardino, Rafael Valery cuenta la anécdota de cómo el diseño que le propuso a unos tíos para la casa que se construirían en la nueva urbanización fue vehemente rechazado por la locura de poner la cocina hacia la calle y el salón hacia el fondo, sobre un jardín, cuando cualquier persona decente de la Caracas pre-suburbana sabía que la casa debe asomarse a la calle y las áreas de servicio esconderse hacia el fondo. Desde la experiencia definitivamente reciente pero ya profundamente arraigada de cómo venimos concibiendo, construyendo y ejerciendo la ciudad en apenas una generación, el cuento de Valery resulta visible por la pacatería de los tíos del autor y la evidente propiedad de lo que éste planteaba. Con la adopción del suburbio y la casita entre jardines asumimos, seguramente sin darnos cuenta pero llegando finalmente a ejercerlo con la desenfrenada pasión del converso, darle la espalda a la calle para mirar hacia adentro; pero ni siquiera hacia el “adentro” centralizador de un patio, que habla de cielo y universo, sino el adentro disperso de un jardín que, aunque chiquito y confinado, nos permita soñar que estamos solos. Solos en la casa y solos en la ciudad.

Con tanta urgencia por construir vías se nos olvidó construir espacios, hasta que los centros comerciales asumieron ese papel pero reservándose “el derecho de admisión”. Del olvido, que terminó en eliminación, de la plaza como el espacio fundamental de la ciudad pasamos a la “economía”, es decir, eliminación de las aceras (¿quién necesita caminar con gasolina barata? Si acaso algún peatón, y ya quedamos que peatón es sinónimo de fracasado, casi ilota) y a la progresiva convicción de que lo público es lo que no es de nadie o, en todo caso, es del gobierno, como ahora, quizá en una de las mayores perversiones del instrumento que se nos quiere imponer tras la ficción de una consulta popular, se pretende dejar plasmado en la Constitución Nacional. La promesa de “calidad de vida” se redujo a complacientes operativos de cloacas y pavimentación, acelerados siempre ante la proximidad de elecciones, y el habitante vio, pero, peor, reducir su condición de ciudadano a la de simple usuario o suscriptor.

Lanzada con frenesí hacia la conquista de un este que se fue y se sigue moviendo hasta cada vez más lejos, la autopista construyó una pared en medio de la ciudad, tasajeándola, cortando los pasos naturales entre porciones de ciudad a ambos lados de un río definitivamente modesto, hasta levantar un muro infranqueable, suerte de campo minado, con púas de cornetas y olores nauseabundos y un marcado impacto sobre el deterioro de márgenes cada vez más de espalda a lo que podría haber sido su cara. De vez en cuando el río se venga de nosotros y nos devuelve la mierda que le lanzamos diariamente, y la autopista, gran metáfora de velocidad de la ilusión moderna, es desde hace tiempo la calle más lenta de toda Caracas, pero el mito de lo infraestructural sigue vivo y convincente, como cuando se piden segundos, terceros y cuartos pisos sobre nuestras autopistas, o se reclama más la construcción de nuevas vías que el establecimiento de un buen transporte público, o como cuando, durante épocas de fiesta en que sale mucha gente de la ciudad y disminuye el tránsito, casi todos decimos y todos escuchamos “¡Qué maravilla es Caracas sin gente!” y no se nos ocurre pensar que quizá lo que sobra no es gente sino carros, y, sobre todo, cuando se insiste en la diáspora hacia ciudades satélite como solución de una ciudad cuyas carencias fundamentales seguimos negando.

Sin duda este frenesí infraestructural produjo algunas construcciones impactantes (¡qué maravilloso parque urbano, especie de foro romano del siglo XX tropical, disfrutarán algún día los caraqueños cuando se hayan caído los puentes de “La Araña” y en sus monumentales columnas se confundan las cabillas oxidadas y la vegetación invasiva!). Pero también ese delirio, reducido hoy a infraestructuras colapsadas, materializó buena parte de las fracturas que sufrimos, evidentes en la estúpida frustración de los callejones de El Rosal, buscando continuar hacia las calles de Las Mercedes si pudieran perforar el paredón que soporta la autopista un piso más arriba, los ofensivos ramales de la Avenida Libertador arañando los balcones de las calles que invaden en la ruta hacia el centro, el basurero lineal que son los gamelotales laterales a la vía, desde Parque Central hasta el Pérez Carreño, o el agujero negro frente a Quebrada Honda, pero seguramente nunca más que en el trágico díptico de la vuelta de la autopista hacia la Cota Mil, por Petare, con La Urbina a un lado y la gran barriada al otro.

¿Cuánto de nuestra infracultura urbana procede de esa mixtificaci

ón de lo infraestructural? ¿Cuántas dudas sobre lo que somos y a dónde nos dirigimos viene de esta obsesión por vivir pasando sin llegar nunca ni estar jamás en ninguna parte? ¿Cuánto de nuestros enredos nacen de est

e encantamiento con las redes? ¿Cuándo nos atreveremos a avenidizar la autopista, a mirar el valle para poder vernos a los ojos y caminar juntos y con un plan compartido como lo hemos hecho con banderas enfrentadas? ¿Cuándo nos atr

everemos a demoler los muros con los que buscamos negar el mundo y construir los puentes que necesitamos, fabricar los tejidos, vincular para aprender a vincularnos? ¿Cuándo asumiremos el heroísmo de ser modestos, de atreverse a conectar cosas, lugares, gente, diversidades para disfrutar el sencillo placer de estar, sin urgencia ni fanfarrias ni derroches ni extravagancias, simple, sencillamente, estar estando para intentar ir siendo?

PLANO ABIERTO PARA IR CERRANDO: DEL MITO AL GRITO.

Comencé diciendo que nací en 1953, es decir, justo en el medio de lo que necesito pensar fue nuestra última dictadura. Aprendí a montar triciclo en la Plaza la Estrella, que hoy es sólo una intersección llena de huecos. Nos mudamos a Chacao cinco días antes de la caída de Pérez Jiménez y luego casi al fin del mundo, a Los Chorros, cuando comenzaba mi adolescencia y donde viví por más de veinte años. Iba con mis hermanos a volar avioncitos allá, lejísimos, a lo que es hoy “Plaza Las Américas”, a un par de cuadras de donde vivo ahora. Fui al autocine donde hoy está el CCCT, me robé un libro de Alberti en una librería que quedaba en el edificio Galipán, lloré en el Lido cuando murió la mamá de Bambi y hasta ví a Joselito en el cine Broadway.

De todo este paisaje que asocio con mi infancia sólo parecen quedar el Ávila y La Carlota.

La montaña siempre al norte, siempre iluminada, siempre evocadora, siempre cambiante, siempre acogedora, como gran reloj de sol que llena de matices sutiles aunque sorprendentes la aparente monotonía de las regiones tropicales, velada a veces, otras luminosa, oscura o brillante, seca, o blanca, de capín melao o de saltos de agua brillando a la distancia, carcomiéndose ahora por su falda oeste ante un desenfreno de invasiones que uno teme incentivadas por la manipulación populista.

La Base Aérea siempre en el medio. Siempre atravesada, siempre insultante, con el ruido de los aviones interrumpiendo las conversaciones y el ardor espeso de los combustibles invadiendo los alrededores, tanto antes, cuando una fila de avionetas acompañaba la puesta de sol en un espectáculo que siempre me resultó irritante pero que para algunos Marinetti locales era una especie de ballet aéreo de exaltación moderna, como cuando los intereses de algunos beneficiados alarmaban sobre la fragilidad de la ciudad para evitar que sus aviones fueran trasladados a un aeropuerto distante, como ahora, cuando las tardes de los viernes se llenan de un alboroto de motores de divertidos fines de semana para muchos funcionarios oficiales en islas cercanas. Como la Avenida Fuerzas Armadas (¡qué buenos somos siempre en Caracas decidiendo el nombre de las cosas, en operaciones que siempre conectan la metáfora sublime con el sarcasmo más demoledor!), La Carlota pasa por encima o por debajo de la ciudad pero nunca la toca, siempre la evita, aunque no se cuida de importunarla.

Desde uno y otro margen de este inmenso hueco urbano se ve la ciudad al otro lado, inaccesible, distante, escondida tras rejas con forma de águila germana, la trinchera de un río pestilente y una autopista convertida en estacionamiento. Paso la mayor parte del día en Chuao, prácticamente enfrente de lo que fue el Pin 5 y donde pasé muchas tardes de mis primeros años, pero es como si en 40 años me hubiera mudado de planeta.

De aquel paréntesis inicial, entre charreteras militares, y estos puntos suspensivos de ahora con similar tufo autoritario, han cambiado muchas cosas pero otras parecen volver, acentuadas, a codicias similares y errores demasiado parecidos. La jauría desatada sobre los terrenos de La Carlota me resulta aún más patética que las bravuconadas sobre los campos de golf del Country, indefectiblemente destinados a convertirse en parque público (los del Country y los del Valle Arriba, como más tarde lo serán los de La Lagunita) y a facilitar lúdicos paseos desde el Concreta hasta Babas Nieves, no sólo por la relevancia de la localización de la Base Aérea sino por el lamentable asalto de instituciones evidentemente descoordinados sobre una suerte de res beneficiada, a ver qué zamuro se lleva la mejor presa, volviendo a reducir el problema de la ciudad y la ciudanización a la construcción de unos cuantos apartamentos mientras los pocos construidos en años recientes ya se están desbaratando, insuflando el heroísmo protagónico con la cotorra de un centro aeroespacial mientras se desinflan los zeppelines de la alcaldía metropolitana y resucitando redes de autopistas que atraviesan todo sin llegar a nada mientras las calles permanecen llenas de huecos.

En su poema “El Espejo”, Dulce María Loynaz, en versos precisos e hirientes, sobre ese accesorio, seguramente instalado al lado de la puerta, vigilando, silencioso pero implacable, todas las entradas y salidas de los habitantes de una casa que quizá hayan olvidado que él está ahí, testimoniando desde su aparente ausencia todos los vacíos que llenan a todo el que pasa a su lado y lo ignora o se chequea el peinado o verifica que tampoco es tanto el daño del tiempo o que no es tan notable el azoro que los retrasos o los incumplimientos o las expectativas o el abandono marcan sobre su rostro ni tantas las repeticiones que cada día le confirma la distante pero cercana imagen que transcurre por el espejo mientras él va pasando, escribe:

Este espejo colgado a la pared,

donde a veces me miro de pasada…

es un estanque muerto que han traído

a la casa.

Cadáver de un estanque es el espejo:

agua inmóvil y rígida que guarda

dentro de ella colores todavía,

remembranzas

de sol, de sombra…. –filos de horizontes

movibles, de la vida que arde y pasa

en derredor y vuelve y no se quema

nunca…

A lo mejor lo que nos sigue fascinando tanto como nos duele de reconocer entre las aguas inmóviles y rígidas de esta ciudad y que guarda tantos colores de una vida que pasa y arde pero vuelve y no se quema nunca, horizontes movibles en los tantos espejos raídos pero aún brillantes, que heredamos de aquellos años 50, es que seguimos sin saber que lo que vemos en ellos no es distinto a lo que llevamos encima, nuestra propia cara, imposible de verla sin saber que ellos simple, sencilla y dolorosamente nos la muestran, y que en vano seguiremos buscando a quien pertenecen esos cadáveres estancados mientras sigamos escondiendo la rudeza de su verdad tras las estratagemas de los mitos, la devaluación de sus hitos y la corrupción de sus ritos, mientras no los sintamos propio y aprendamos a separar de todo lo que nos apropiamos, simple y adocenadamente, aquello que sepamos hacer realmente apropiado.

Y así, si me lo permiten, termino.

Por ahora…