Maiquetía,
12 de febrero de 2011
Regresamos de casi cuatro semanas fuera del país.
Ya nadie aplaude al aterrizar; por lo visto, ya no es una proeza cruzar el Caribe. Pero se mantiene la emoción de tocar tierra patria, así sea a través de las ruedas del avión. Casi logro olvidar que acabamos de sobrevolar un mar de informalidad (en ranchos, casas, galpones y edificios, fundidos en idéntica improvisación, las mismas pretensiones de viveza y una precariedad ostensible.
Casi inmediatamente, saltan los celulares y muchos se ponen de pie, ignorando a los asistentes de viaje que insisten que debemos mantenernos sentados, con el cinturón ajustado, mientras el Capitán no haya apagado la señal. No falta quien agache la cabeza, como para que no lo vean, mientras sigue incólume en su operación, ni quien, escudado en el “síndrome de los oídos tapados”, simula no escuchar las instrucciones. Cuando, finalmente, el avión se detiene y la campanita suena, es ya sólo un ruido más, inútil en la misma informalidad que, antes vista desde el aire, ahora plena el pasillo.
Eventualmente, alguien que viene de atrás nos permite salir, bajamos nuestros maletines y caminamos hacia la puerta. La manga hacia el Terminal, acristalada y sin esos costillajes que simulan contenedores o acordeones, conduce a un recinto anónimo del que parte la escalera mecánica. Subimos
La perspectiva del túnel luce infinita. Las ventanas sobre uno de sus lados permiten entrever la pista a través de aviones que duermen y más mangas esperando otros. La otra pared es cerrada, pintada, gris, con vitrinas iluminadas que despliegan propaganda gubernamental cada veinte pasos. Intento leer la primera y la cantidad de letras excede mi velocidad de lectura; intento seguirla en la próxima, que se ve igual pero se refiere a un asunto distinto, aunque dentro del mismo tema; lo mismo, igual pero diferente, la tercera y la cuarta y todas las que trato de descifrar antes de abandonar el intento. Cifras sobre el avance del país, lemas grandilocuentes, épicas que nunca ocurrieron, fotos de industrias boyantes, gente feliz. Las vitrinas ligeramente abombadas, parecen de unos cuatro meses de embarazo. Esa convexidad impone distancia y, así, todo es lejano: promesas, mensaje, repetición, consignas. Lejano como el deseo. Deseos que anuncian alumbramientos, pero no “empreñan”…
El piso es de vinil. No comprendo su diseño. La diferencia de tonos es tan débil que la devora la implacable, fría luz de neón. Quizá instalado a la carrera o por cualquier otro motivo, el recubrimiento deviene en pliegues y arrugas que terminan siendo lo único dinámico en un pasillo que, entre repeticiones y mensajes idénticos, no logra uno saber si avanza ni entender hasta dónde.
De repente, el hall de inmigración. Nada señala dónde iniciar las colas; la gente se va siguiendo, buscando atajos que, finalmente, alguien identifica y nosotros seguimos mientras, para hacer más expedito el atajo, otros desmontan las cintas que deberían marcar el zig-zag de una fila que es más bien amasijo.
En el salón cuelgan grandes pancartas. En cada una, el mismo mensaje con palabras distintas, la misma imagen con otras caras, y al pie siempre una frase sobre la construcción del socialismo, la felicidad o algo así. No hay publicidad, sólo propaganda. Sólo hay un producto en venta: el producto es un reducto y la venta es la renta. Como una cachetada, te golpean con su mensaje, repitiéndolo, inescapable, como para confirmar el cerco. Al lado, encima, colgando, en el piso, en vitrinas, una avalancha inclemente de propaganda que nos deja perdidos, desamparados, en el desconocido lugar que conocimos.
Esperando el equipaje, más vitrinas embarazadas. Además, sobre las vigas de concreto, más mensajes sobre patria, socialismo, los cinco motores y la estrella, como estancados desde hace años. En acero inoxidable, permanentes, fijos, como buscando un siempre perdido en lo hondo, clavados en la inmovilidad pétrea del cemento y con el apagado brillo del metal mate. ¿Polisemia? ¿Accidente? ¿Uno, que es necio…? Puede que de todo un poco.
El uniformemente rojo uniforme del personal ha dejado de ser notorio de puro habitual. En la aduana se aplica la lotería que envía a algunos a revisión y libera a otros. Hoy estamos entre los exentos. ¡Prueba superada!
Escabullendo ofertas de transporte, divisas, ayuda, llegamos al sitio desde donde siempre llamamos al taxi que nos traerá a Caracas. Esperando, comprobamos el lento avance (sic) de las obras del Hotel, el precaria (es un decir…) paso peatonal hacia los estacionamientos y los aparentemente concluidos edificios de apartamentos sobre áreas donde podría haberse construido, por ejemplo, un terminal de transporte público hacia la ciudad.
No me cuesta imaginar los discursos durante la entrega de estos apartamentos, entre vivas a la “vivienda justa hecha en socialismo”, imprecaciones a un pasado sobre el que ninguno de los que quedamos vivos somos responsable, más promesas sobre cosas que vendrán para calmar las carencias que nos acosan sin compasión y más de una consigna altisonante.
Pero me pregunto:
· ¿Cómo llega o sale esta gente hacia sus trabajos?
· ¿Dónde hacen mercado?
· ¿Por dónde pasean?
· ¿Cómo hacen para ir al cine?
· ¿Cómo se visitan los novios?
· ¿Cómo ignorarnel ruido de los aviones?
No me preocupa el “¿qué van a decir los turistas de la ropa secándose en las ventanas?”. Lo que no hayan visto en esa primera recta, lo verán en los edificios igualmente míseros después de la curva y, o en los bloques arruinados, más adelante, o a lo largo de la autopista o en áreas dilapidas e invadidas bajo los puentes de La Araña que cruzamos a velocidad sideral, buscando escapar de la ciudad mientras intentamos atravesarla.
Me preocupa, sí, y mucho, pensar que estos “afortunados” fueron transplantados a este corral, desarraigados de lo que fue su lugar, por nuestra ancestral incapacidad de atender los problemas a tiempo y que se busque aprovechar su desdicha para cosechar agradecimientos y deudas. Me preocupa, sí, y mucho, los muchachos que juegan basket en canchas separadas de la vía por apenas una cerca que puede suponerse desvencijada en poco tiempo, y pienso en el día en que alguna pelota pase por encima de la cerca y alcance la calle mientras un carro se enfila hacia Caracas como si fuera el fin del mundo. Me preocupan, sí, y mucho, los acosados por pesadillas y acorralados entre acelerones, corneteos, turbinas y el terrible consuelo del encierro como única seguridad. Me preocupan, sí, y mucho, estos recluidos en un Gulag asomado al mundo tras las rejas, en un rincón que improvisado, inapropiado e inhumano. Me preocupa, sí, y mucho, que, con nuestro consentimiento y hasta cierto alivio, la informalidad vaya pasando del ardid ocasional al rango de política nacional, como nuestro único método cierto. Me preocupa, sí, y mucho, que la conciencia se nos reduzca al lamento de un “¡imagínate tú!” que usaremos para traspasar culpas y confirmar que esto se lo llevó quien lo trajo…
Me preocupa, sí, y mucho, que a una hora de tocar tierra me siento otra vez en el aire.