domingo, 18 de abril de 2010

SOBRE LA COSA EN SAN JACINTO Y ALGUNAS CUESTIONES DE LÉXICO


Sin duda, y casi siempre afortunadamente, las cosas cambian con los días.

Así, lo que antes llamamos “democracia participativa”, hace tiempo que luce más autocrática que democrática, y aquel chiste sobre lo “participativo” como la participación que el mandante hace de lo que haya decidido, ha ido cediendo a la evidencia de algo más “a-ver-si-te-lo-averiguas-tivo”, pues si detrás o antes de los anuncios presidenciales existe algún plan (sigo pensando que debe haberlo

; creo en la vida después del “Aló, Presidente”…), es verdaderamente trabajoso enterarse de cuál pueda ser hasta que el hecho (no se puede decir que “consumado”, pues poco de lo que se inicia se termina) salta a una página de prensa y a uno no le queda sino un: “¡imagínate tú…!”, entre rumores varios y espacios destartalados. Quizá sea un abuso pedir que se nos informe con antelación (exigir que las cosas se discutan entiendo que es

un imperdonable remedo pequeño burgués), pero digamos que sería al menos una cortesía, siquiera de vez en cuando, optar por métodos algo más sosegados. Como para que uno pueda pensar que pertenece a la realidad y no que ésta nos asalta.

Pero, al menos eso, la planificación tipo “¡tucutún!”, “¡mira lo que se me ocurrió!”, parece que no cambia y, si en algo varía, es en haber pasado de costumbre a método.

Leo en la prensa que el coordinador del proyecto (porque parece que lo hubo) de la cosa (el término no es despectivo sino, como se verá más adelante, hasta respetuoso) instalada en estos días en la Plaza San Jacinto (mientras mantenga el nombre) para celebrar el Bicentenario del 19 de abril no debe ser llamado “Obelisco”, aunque no se ofrece palabra alternativa para identificarlo, por lo que, cumplido, lo llamo “cosa”.

Dice también el mencionado coordinador (quien, de lo que lo sé de él, no es bruto ni inculto ni holgazán) que esta cosa es sólo una de las muchas que se ejecutarán co

n motivo de la magna fecha, aunque omite mencionar siquiera una. Quizá, piensa uno, porque como por confesión del mismo arquitecto, la cosa en San Jacinto responde a una petición formulada por el Presidente de la República hace pocas semanas, aún las “varias otras” aún no se le han ocurrido al gran constructor o no ha autorizado su difusión o aún se guardan entre los planes que nadie ha visto y que lo mismo desatan andanadas de expropiación que inicios de obras que luego se abortan, sin presentación (consulta o explicación ya sería demasiado pedir..) ni de la idea ni del plan de obras ni de los montos asignados ni de los mecanismos de control ni de las razones para desistir de los planes ni del costo de cada una de esas fases ni de nada.

Me parece bien, y lo digo en serio, que se nos pida no llamar “obelisco

” a la cosa en San Jacinto. Los hechos le darán su propio nombre; seguramente pomposo o escatológico, si viene del poder, u ocurrente si viene de la gente, hasta, lo más probable, terminar con cuatro o cinco nombres: el oficial, el proselitista, el cotidiano, el chistoso y el que le asignarán los que, como ya ha comenzado a decir algunos en Twitter, ven en esta cosa la primera (¿única?) obra sobre la que algunos podrán descargar su ira demoledora cuando este régimen sea sustituido por otro.

En lo personal, deseo fervientemente que la sustitución no se produzca en medio de oleadas de ira, con quienes se consideren triunfadores cayéndole a carajazos a

nada y mucho menos a nadie (ya hemos vivido ese desastre en sus dos caras), aunque la insolencia del poder que se cree eterno puede enardecer a algunos y liquidar mis esperanzas. En este caso que, INSISTO, espero no ocurra, aspiro que hayan concluido el busto a Fidel Castro frente a la Asamblea Nacional, de modo que esa afrenta no sólo a la dignidad patria sino a la condición humana concentre las ansias de catarsis de tantos en colas más largas que las de una espera de transporte público o del retorno del azúcar, para darle cada uno un martillazo y, así, en fila y como suele suceder en las colas, tipo “Autopista del Sur”, comencemos a hablar con el de adelante, el de atrás, el que busca meterse como que no lo fuéramos a ver y, finalmente, recuperemos la capacidad de comunicarnos y hasta de discutir, pero por motivos serios, como respetar el orden, considerar al otro, dirimir recuerdos, hasta que alguien medie en

la disputa y rescatemos la capacidad de encontrarnos en nuestras diferencias.

Creo, decía, que es correcto no llamar “obelisco” a esas tuberías a bandas rojas y negras atornilladas; acaso más bien un mástil o una mala caricatura de un cañón. Es una cuestión de léxico. Las cosas tienen nombres porque los nombres identifican las cosas, incluyendo las ideas que se relacionan con esa cosa y a las que corresponde su nombre. Incluso cuando las cosas, los nombres y los significados evolucionan y cambian, manteniendo siempre algún hilo argumental, para hacerlos comprensibles.

Un obelisco, aparte de condiciones formales y físicas diferentes a las de la cosa en San Jacinto, tiene connotaciones que en el léxico urbano hacen que, además de objeto, sea un signo, es decir, una cosa que significa cosas.

De este modo, los obeliscos han sido, históricamente, utilizados para con

memorar victorias militares; tanto así que algunos de ellos, como varios de los dispuestos en París, son parte botines de guerra. En este sentido, si la cosa en San Jacinto pretende celebrar los 200 años del 19 de abril de 1810 no puede ser un obelisco, pues ese día, al menos hasta donde yo sé, no hubo participación militar alguna, no se empuñó ni una china, y difícilmente puede llamarse confrontación bélica al dedo de un cura “soplándole” a los ciudadanos en la Plaza lo que debían contestar al Capitán General. Tiene razón, entonces, el coordinador de “ésta y muchas otras obras” en honor al bicentenario de aquel Jueves Santo: haber hecho un obelisco para celebrar aquel hecho civil hubiera sido un imperdonable error lexicográfico.

Por su valor icónico, no es inusual ver obeliscos sobre tumbas en las que se prefiere omitir símbolos religiosos explícitos. En este sentido, hubiera sido también un error de léxico llamar “obelisco” a la cosa en San Jacinto, pues, por mucha muerte que se ofrezca si no hay Patria Socialista y mucho credo que encierre esa conseja, parecería al menos inop

ortuno celebrar el día del “anuncio del embarazo republicano” con un monumento fúnebre.

Ese valor icónico del obelisco lo ha revelado como instrumento útil para denotar lugares urbanos notables, como en el plan del Papa Sixto para la Roma barroca, que articula un grupo de obeliscos (propios, importados y expropiados) como marcaciones espaciales que rematan perspectivas y construyen un mapa de itinerarios espaciales. No es tal el caso de la cosa en San Jacinto, que a pesar de su altura luce bastante acoquinada entre los edificios cercanos, sin relación con ningún eje urbano especial y, cabe especular, como empujada a ese espacio luego de que alguien evaluó el escándalo que significaría instalar esa u otra cosa semejante en la Plaza Bolívar. Es decir, tampoco en este sentido, debe calificarse la cosa en San Jacinto como Obeli

sco.

Pero es que, al igual que existe un léxico en la lengua para hacerla comprensible y compartida, también la ciudad y sus palabras (espacios, edificios, monumentos, plazas, parques, paseos, avenidas y callejones) tienen un léxico preciso cuya observación es obligada para que los actos en ella sean comprensibles. Igual que, ni siquiera en una revolución, las botas se usan en la cabeza (aunque parezca que se piensa desde ellas), una cosa es una plaza, otra un monumento y otra una instalación.

Tenemos pendiente evaluar el impacto en nuestra urbanidad del arrebato patriotero y oportunista de Guzmán Blanco al confiscar las Plazas Mayores de todas las ciudades para convertirlas en parques/monumento a Simón Bolívar. Como siguen siendo la de Bogotá o la de Ciudad de México, por sólo nombrar dos, nuestras mucho más modestas Pl

azas eran espacios abiertos tanto en lo físico como en lo funcional y, sobre todo, en lo simbólico. Sobre la Plaza se disponían y desde ella podían verse, por igual, las instituciones de gobierno y las religiosas; en ellas se realizaba, sin más distingo que el horario, mercados, autos sacramentales o ejecuciones; en cualquiera de sus usos, la plaza es, por definición y dentro del léxico urbano, un espacio formal, funcional, operativa y simbólicamente HORIZONTAL, al que concurren los ciudadanos en idéntica condición: aun

que puedan incluir estatuas u homenajes a personajes o eventos, el verdadero, acaso ÚNICO, protagonista de la plaza es la ciudadanía: amplia, permeable, participativa e indiscriminadamente. De este modo, los que usan la plaza y lo que hacen en ella no sólo caracterizan el espacio sino que se imponen a él, que sirve a ese fluido frecuentemente conflictivo pero siempre activo que llamamos urbanidad, civilidad y ciudadanía.

El monumento, sin embargo, denota en el léxico urbano una especificidad que se impone al espacio, se lo apropia, casi pudiera decirse que lo confisca. El ocasional visitante al monumento lo hace en condición de adoración y hasta de sometimiento, reconociendo su escaso valor ante lo conmemorado y su lealtad (legítima o impuesta) a los valores, el personaje o el evento que celebra el monumento.

No en balde las plazas son espacios mayormente imprevisibles, ámbitos para las sorpresas que guarda lo cotidiano y tan vivas o pasivas como la ciudadanía que, al utilizarlas, las anima y define. El monumento no pierde su tiempo en estas pequeñeces: el monumento ES y el resto ¡que se acople!. Quizá por eso las más hermosas y reconocidas plazas se imbrican en el tejido urbano de modos múltiples y a veces contradictorios (baste pensar en San Marcos, en Venecia), entretejiendo distintos eventos de modo fluido, incluso cuando la topografía, como en la Plaza España en Roma, les impone abandonar su frecuente horizontalidad. Por su parte, los monumentos (de Babel para acá) parecen obsesionados por alcanzar una verticalidad cada vez mayor y más imponente (casi una adolescente obsesión por demostrar que “el mío es más grande”). Lexicográfica y experiencialmente, la Plaza es espacio de intercambio abierto, permeable, no jerarquizado, accidental, mutable, inclusivo, es decir, propia e irreemplazablemente ciudadano. En la otra acera, como léxico y como experiencia, el monumento es excluyente, autoreferencial, invasivo, inmutable, dominante. La Plaza integra y relaciona; el Monumento se impone y somete.

Cuando un monumento, llámese obelisco o como se decrete, se coloca en una plaza, ésta desaparece como tal y pasa a ser simple emplazamiento de la pieza dominante que, con su poder, succiona las fuerzas diversas que animaban el espacio cívico para someterlas al mensaje único que impone el ícono. De este modo, la sustracción del carácter múltiple, abierto y cívico de una plaza por la voluntad unívoca, centrípeta e ideológica de un monumento, mucho peor que un error sintáctico o lexicográfico, o un simplismo improvisado que dé vergüenza ajena, es un asalto urbano, un arrebatón a la civilidad, una particularmente inapropiada cachetada al alma republicana de una nación a la que, diciendo celebrar, avergüerzan.

Y no es que las palabras que constituyen la ciudad, como la ciudad misma, no puedan y hasta deban cambiar. Porque vive, la ciudad es cambio permanente. Quizá uno de los mayores daños (¿buscado?) de acciones tan necias como la de la cosa en San Jacinto es que alborota el conservadurismo más miope que aduce (además con total inexactitud) la obligatoriedad de preservar valores urbanos que ya han cambiado, como para momificar todo lo que ha sido y cerrar el paso a lo que puede ser, en una endeble pero épica cruzada a la que se suman muchas voces que, agredidas por una afrenta que no consiguen entender, distraen la mirada hacia asuntos accesorios y desatienden la médula de la felonía urbana cometida.

Es difícil no sospechar que en esta usurpación urbana subyazca una comprensión militar de la palabra “Plaza” como lugar a conquistar para imponerse, y de su asociación conminativa con el término “emplazamiento” como provocación para inducir reacciones desmedidas. No me sorprendería que algo de eso habite en algunas mentes pero, aunque también la gente cambia, como las cosas y las palabras, tiendo a pensar que los profesionales que aparecen como a cargo de estas operaciones conocen MUY bien las diferencias formales, funcionales y simbólicas entre un espacio y un objeto, entre plaza y monumento, entre ámbitos de socialización y mecanismos de ideologización.

No puedo pensar, entonces, que es ignorancia lo que “sustenta” la cosa en San Jacinto, sino un profundo DESCONOCIMIENTO, no por ausencia de conocimiento sino por una decidida voluntad de no reconocer ni al otro ni a la posibilidad de que ese y/o eso otro se manifieste. ¿Desconocimiento compartido por los encargados del proyecto y su ejecución? ¿Que acaso proponen, alientan o, al menos, dejan pasar?

No sé. Y creo que ni siquiera me interesa saberlo. Sólo sé que no me interesa ni permito desconocer este desconocimiento y que, al menos, agradezco a la improvisación el haber impuesto un método constructivo que permitirá, llegado el momento, desmontar fácilmente esta cosa en San Jacinto con sólo un destornillador.

Quizá para instalarla en otra localización; quizá para usar esos tubos en algún acueducto de los muchos que nos faltan; quizá para que su pomposa iluminación sirva para evitar proteger algún oscuro callejón; o quizá, mejor, para armar con una sagaz articulación de sus secciones en puntos notables de la ciudad, un sistema de signos urbanos que permitan recorrerla libre y cívicamente, de punta a punta por las amplias aceras que algún día nos permitirán caminar desde Catia hasta Petare, o los paseos que al borde de los ríos nos permitirán sentarnos a compartir un rato con propios y extraños, o las veredas que desmontarán las barreras que siguen quebrando la ciudad, o los parques que, conquistando las quebradas como paisaje lúdico, nos llevarán hasta la montaña o a las privilegiadas zonas que hoy ocupan los campos de golf.

Quizá ese día sí estemos declarando y celebrando nuestra verdadera independencia y comencemos a ejercer nuestra ciudadanía.

7 comentarios:

  1. sino todo lo contrario...

    "El coordinador de ejecución de la oficina presidencial de planes y proyectos especiales, Lucas Pou Ruan, especificó al diario Últimas Noticias que esta obra no se trata de un obelisco ni de un monumento alegórico como el que está en el Paseo los Próceres, sino de una especie de aro de luz con una proyección al infinito y simboliza varias etapas de abajo hacia arriba.

    'La primera pieza negra representa la colonización española; la segunda, de color rojo, la gesta independentista; la tercera negra, la era oscura del puntofijismo; y las tres rojas restantes, el triunfo de la Revolución Bolivariana y el poder popular del pueblo venezolano que se erige hacia el cielo y marca el infinito de la patria nueva', explicó."

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  2. Estoy absolutamente de acuerdo contigo. Llamar a esa cosa "obelisco" es atribuirle unas cualidades formales, plásticas, simbológicas, técnicas y fundacionales de las que carece. Eso lo que es, es una burla, un pésimo chiste urbano.
    Lástima que nos costara tanto dinero porque del tiempo empleado por los profesionales y técnicos que erigieron semejante desmadre no me lamento. Se ve que no tienen nada mejor que hacer o no saben hacerlo.

    Ni hablar de la "aclaratoria" del coordinador. La verdad es que su explicación de lo que debería ser no está expresada en la resultante.

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  3. La explicacion del "Coordinador" Pou me recuerda las presentaciones -en los talleres de arquitectura - de estudiantes no-muy-brillantes de sus proyectos menos brillantes aun....insensata verborrea inutil.

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  4. sueño con ese destornillador del que hablas...

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  5. ...muy bueno el artículo.. esto es una especie de comedia trágica .. lo que nos ocurre .. tantos espacios públicos necesitando manteniemiento y tantas obras por hacer y arreglar.. y a paso de vencedores ..por no decir rapidito.. paren o mejor dicho vomitan esta "obra que en realidad es un palito " pintado de rojo .. que cualquier herrero puede hacer facilmente.. y despues adornarlo con una pesima explicación que no lo justifica.. quién lo diria ver a estos arq. que en la facultad se paseaban de lo mas elitescos y hacian resonar mucho sus apellidos ..para después dar semejante papelón con esta actuación..por favor avisenme yo también tengo destornillador y con todo gusto colaboro con el desmontaje...
    Arq. Edelink Uga Barradas

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  6. Bravo Maestro!... no sólo es desconocimiento, es otro tipo de intere$$$ lo que mueve esa "cosa"... Yo también sueño con el destornillador!!

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  7. A lo mejor "La Cosa" quedaría de lo más linda si la ponen al lado del célebre "Bolívar Gay", o quizás habría que construir un Museo de los Horrores Urbanos para meter allí una serie de "obras" que engalanan nuestra ciudad.

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