jueves, 24 de febrero de 2011


EN TORNO A VARIOS RETORNOS (II)

Miami-Dallas

12 de febrero de 2011, desde las 6 de la mañana…

Empieza el día del retorno a casa.

Van a ser casi 14 horas entre una puerta y otra; casi 8 de vuelo; el resto en aeropuertos.

En casi 21 días de viaje he estado ya 4 veces en el aeropuerto de Miami y 8 en el de Dallas; y un par de veces (llegada y salida) en otros cinco más.

Sobran los motivos que me impiden sentirme George Clooney, pero comienza a invadirme esta especie de relajante ubicuidad que implica no saber bien dónde estás y, sin embargo, moverte con relativa destreza a través de pasillos sólo aparentemente distintos, entre las mismas franquicias y algunos mínimos detalles que permiten formas precarias de identificación: un mostrador de Versailles o La Carreta en Miami; primero unos grandes afiches anunciando el Super Bowl en Dallas, cada vez más perolitos inútiles para conmemorar el evento y recordar que se asistió a él, luego las grandes pancartas dándole la bienvenida a los asistentes; una semana después los mismos recuerditos, pasados de moda, a la mitad, un tercio del precio; periódicos de ayer que ya no interesan a nadie, el vendedor que los exhibe en el mismo mostrador que lucía resplandeciente la semana anterior, hoy con cara de aburrimiento y la terrible soledad de permanecer sentado, ignorado sin remedio por gente que va y viene para no perder un vuelo.

Cada vez los aeropuertos se parecen más, incluso en los ardides que cada uno intenta para tratar de darle valor a alguna supuesta particularidad que lo destaca y distingue. En todos es igualmente incomprensible la voz que da las instrucciones; en todos, aluminio y acabados plásticos simulando materiales nobles. En todos impera el apuro. En todos alguien maldice las idénticas exigencias de seguridad que obligan a vestirse y desvestirse ante

oficiales idénticamente malencarados ante controles también idénticos, en los que debe realizarse la misma liturgia de pararse tieso ante un arco que siempre espero va a desmaterializarme, como si estuviera en Star Trek, hasta que el oficial, con un gesto tan desagradable como el que utilizó para obligarme a detenerme, me dice que pase y me permite aparecer, controlado, verificado y limpio, al otro lado de esa idéntica frontera que, tras controles idénticamente neutros, define el acceso al mundo de los ya “seguros”, en el que estallan entre colores, ruidos y olores, idénticos carteles de idénticas franquicias con ofertas idénticas.

En Miami, casi dormidos y ante la perspectiva de casi tres horas de vuelo con apenas un vaso de agua, compramos un café. Vamos a Starbucks. Pido lo de siempre: el mismo Frapuccino de Moka y el Blueberry Scone que, tres horas más tarde compraré en Dallas, para volver a intentar mantenernos despiertos. La combinación es ya casi un ritual en mis visitas a estos idénticos lugares distintos que he visitado tantas veces en estos días. Quizá la permanencia del Frapuccino y el Blueberry Scone son como el piso que falta, la estabilidad ausente en estas estructuras metálicas que vibran con el paso de cada avión, la exigua referencia que ubica el horizonte que, siempre esquivo, se pierde en esta ubicuidad omnipresente. Idénticos, persisten en este pasar sin llegada, de un terminal a otro, subiendo y bajando escaleras mecánicas, revisando pantallas a ver si cambiaron la puerta de salida, sentándome en las mismas sillas a esperar las mismas instrucciones para subir al avión con las mismas rutinas y seguir estirando el mismo cansancio intentando resolver el mismo Sudoku.

Prefiero no pensar en qué ingredientes permiten que los Blueberry Scones sepan igual si hace calor o hace frío, si te los comes de pie o aprovechando el Wi-Fi de un local formal. Temo que ni siquiera los blueberries sean realmente reales.

Quizá también las franquicias, como los aeropuertos, sean sólo un teatro en el que uno decide creer, sabiendo que poco en ellos es seguro y sólo su falsedad es cierta. Y sobre esa falsedad inventamos mapas para construir lugares que nos rediman del desasosiego.

Quizá es eso lo que hace tolerables su idéntica falta de matices.

5 comentarios:

  1. los no lugares

    mark auge

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  2. Muy bueno el post!!!, durante una epoca me toco viajar bastante entre aeropuertos y las sensaciónes son siempre dificiles de analizar.

    Un aeropuerto tiene que ser un no lugar siempre, pero cuando una persona lo utiliza mucho esa no lugaridad es lo que lo convierte en lugar. Para ti, es en el Frapuccino de Moka y el Blueberry Scone la referencia necesaria para ese lugar que al final tanto necesitamos.

    Luego sin embargo, cuando vas varias veces al mismo aeropuerto te das cuenta que, aunque han pretendido lo contratio, ese aeropuerto tiene algo que lo hace diferente (El recorrido mas rapido para llegar desde los taxis a facturación, el chico que te alquila el coche, como entra el sol por la mañana cuando estas esperando en un punto concreto del edificio) y es entonces cuando el no lugar empieza a ser un lugar (Cosa para la que en principio no esta preparado), ese lugar que tanto necesitamos sentir.

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  3. Rique: ¿y tú no tomates café en La Carreta?

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  4. Ar favol de peldoná questa eclava haiga publicao como nónima. Lo que pasa e que no sabe cómo jacelo con su nombre e pilá.

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  5. A pesar del lugar común que se ha vuelto para ti ese no lugar con intentos de nobleza, el “mismo” sudoku, el “mismo” frapuccino, “el mismo” ritual pre-aparato-rio para estos idénticos lugares distintos. La absoluta incredibilidad de los ingredientes del frapuccino, la sensación anónima del momento cumbre en el que eres radiografiado, y aquellos algunos mínimos detalles que permiten formas precarias de identificación, hacen de ese grandioso lugar (no lugar) (que es hasta rayado y muchas veces usado), un lugar de esclusa, un gran intersticio, que ahora y muchas veces será común como el periódico de ayer. Ese gran bache de sensaciones, de pancartas y de apuros, se agradece. El aeropuerto debería de llamarse Aterrizaje. Para los que van y para los que llegan.
    Confieso que en mi larga estadía en Milano, visité una vez el aeropuerto, para aterrizar, y sentirme en ese lugar anónimo y dejar de sentirme anónima en la plaza del Duomo o en esa nueva casa que aún no me pertenecía.
    Era una sensación similar a la que conseguía en la gran, horrorosa y poco amigable tienda por departamentos La Rinnascente.
    “Quizá es eso lo que hace tolerables su idéntica falta de matices”

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