sábado, 24 de abril de 2010



El derecho a la ciudad

En julio de 1999, en la víspera de las elecciones de diputados a la Asamblea Constituyente, publiqué en el suplemento ARQUITECTURA HOY del extinto periódico ECONOMÍA HOY un texto que hoy, también en vísperas de unas elecciones inéditas en Venezuela y quizá de importancia aún más trascendental para el país que aquéllas, me parece oportuno repetir.
El tema urbano, propio de la realidad venezolana con una intensidad ineludible, ha estado ausente, sin embargo, inexplicable e inaceptablemente, de las agendas políticas y parlamentarias de la este país cuya tasa de urbanización se encuentra entre las más altas del mundo. Ojalá estas líneas sirvan para iniciar este debate e introducir el tema entre los muchos que necesitamos para re-encontrarnos y reformularnos como nación. No en balde hablamos de "urbanidad" y de "ciudadanía", aunque sigamos sin saber cómo ni cuándo pensar, hablar y actuar sobre nuestra realidad urbana y nuestras ciudades...


Iniciamos este final de siglo con la excitación y el vértigo de inminentes cambios. Tiempos de revisión y reflexión que entre nosotros tienen nombre de constituyente.

Acometer un proceso constituyente impone analizar una realidad que consideramos inexistente o improcedente planteada para constituirla. Por ello son estos tiempos para quienes la constituimos, desde la óptica de nuestra acción, aportemos a la reflexión sobre la realidad, la diversidad, multiplicidad y apropiada inclusividad que requiere.

En ese espíritu, como arquitecto y como ciudadano, en el día de mi ciudad, presento las líneas que siguen.

Breve Historia Reciente

En los tiempos recientes, mientras se consolidaba una manifiesta voluntad urbana en el modo de habitar del país, nuestras ciudades no sólo no han mejorado sino que se han hecho más amorfas y de menor urbanidad. Así se comprueba al contrastar, sin nostalgia ni maniqueísmo, la violencia física y el deterioro ambiental de cualquier sector urbano actual con nuestro recuerdo más genérico de entornos colectivos sin duda más elementales pero también más amigables.

Para transformar este reconocimiento en conocimiento debemos asumir que el problema de la ciudad proviene de una ausencia de pensamiento y de acción (personal, gremial, empresarial y estatal) sobre la ciudad como problema.

Por motivos diversos y en pocas décadas, descartamos nuestra rica tradición urbana mediterránea, e irreflexivamente y contradictoriamente adoptamos como modelo de ciudad el anonimato suburbano, sin forma discernible, sin lugares para el encuentro, sin legitimidad del territorio ni acciones que conmueven el espíritu. Voraces, borrachos o simplemente inconscientes, transformamos la ciudad en campamento y borramos recuerdos y herencia, trocando espacios y edificios que nos identificaban por estos desechos vacíos y fortalezas blindadas que hoy ocupamos. Sin proyecto para el crecimiento, dislocamos la gramática espacial de nuestras relaciones, convertimos la peculiaridad sintáctica del lugar en un frenesí de extravagancias inconexas y desmembramos la íntima unidad entre signo edificado y contexto, desarmando la trama física y humana de la ciudad en una acumulación de soledades.

Nuestra acción reciente sobre la ciudad ha erosionado la ciudad. Y sin ciudad, sin encuentro humano, sin experiencia de la convivencia de sus amores y conflictos, no existen ciudadanos, ni territorio, ni patria.

La construcción de la patria exige la construcción del espacio en que ella ocurre. En la constitución de la república (res-pública, es decir, trama pública) la ciudad y con ella la urbanidad, el intercambio y la construcción de su ámbito constituye un derecho fundamental de los que somos su objeto y sujeto.

No se trata de grandes metrópolis (aunque tampoco de temerlas), pues lo urbano se expresa tanto en las galerías y pasajes del Centro Simón Bolívar como en la serena plaza de Los Nevados y el anonimato nos insulta idénticamente en los desolados estacionamientos de Caricuao y en la insolencia de una oficina pública con los pies marcados en la pared. Se trata de edificar con dignidad los espacios en los que ejercemos nuestra condición de ciudadanos y celebrar ese ámbito con nobleza.

Para iniciar esta discusión “originaria” (aunque como lo mejor de la vida, escasamente original) propongo los siguientes principios.

Derecho a la Entidad

La ciudad debe ser reconocible como un todo y en sus partes; no es permisible una expansión del territorio urbano que desmembre el espacio ciudadano. El perímetro de la ciudad, resultado de la dialéctica entre fuerzas urbanas y condición natural, debe permitir su lectura clara y operación eficiente. Cuando, buscando tierra barata por planes viviendistas, irresponsabilidad del planificador, o simple ignorancia, la ciudad crece sin control, lo urbano se diluye en suburbios sin noción ni espacio público, entre vías de tránsito y “soluciones habitacionales”, sin alma, razón ni emoción. La entidad urbana se ejerce con piezas legibles (calles, plazas, parques, galerías, bulevares, paseos, atrios, símbolos y tejido) que la edifican como experiencia. De ellas nacerán las relaciones, jerarquías, transiciones, nodos, presencias y sugerencias que manifiestan la ciudad y ordenan su urbanidad. Abogar por la entidad es exigir que ella sirva al habitante para situarse, comprenderse, manifestarse, presentarse y actuar, con sentido ciudadano. Defender la ciudad exige del técnico, del político y del ciudadano conocimiento claro de sus componentes, precisión para definirlos y eficacia al conformarlos.

Derecho a la Identidad

Para hacerse reconocible y entrañable, la ciudad relaciona sus piezas con la especificidad que define su identidad. Este carácter como haber del ciudadano, es su derecho y su deber. La vigencia de formas y modos urbanos en la memoria y los deseos del habitante sustenta una pertenencia que identifica localizaciones emocionales sobre la simple ocupación física; su internalización permite incorporar los cambios, para con el atinado balance entre los principios de la entidad y el carácter de la identidad, preservar el sentido de lugar. Comprender que cada ciudad es distinta, que cada parte palpita con ritmo propio y fuerzas particulares, es saber que de la inteligente asimilación de esta dinámica nacen enclaves que convocan, gentilicios que trascienden la abstracción, recuerdos que exceden la nostalgia. Abogar por la identidad refuta tanto la añoranza complaciente como la planificación monotemática, y exalta lo cualitativo, lo particular y hasta lo anecdótico de la relación entre el lugar y sus habitantes. Defender la identidad exige del técnico, del político y del ciudadano el conocimiento del iniciado y la amorosa dedicación del amante.

Derecho a la Integridad

Para celebrar la entidad e identidad de la ciudad, sus partes deben ejecutarse, elaborarse y articularse con nobleza, en la ceremonialidad del símbolo y en la espontaneidad de lo cotidiano. Centros, ejes, esquinas, vecindarios, calles, patios, umbrales y ventanas, marcan y tejen la ciudad para que el habitante comprenda y actúe sus momentos, jerarquías, memorias y trasfondos, y el niño (como bien dijo Kahn) identifique en ese concierto lo que desea ser cuando crezca; con la dignidad de tal propósito deben concebirse, ejecutarse y respetarse. Las escuelas no pueden alojarse en galpones, ni las calles limitarse al tránsito, ni diluirse las esquinas, ni confundirse lo institucional en centros comerciales, ni los vecindarios con depósitos de familias, sin integridad ni legibilidad posibles. Abogar por la integridad es asumir el concierto colectivo de ritos, normas y formas del haber y saber común como marco de la historia que entre todos escribimos. Defender la integridad exige al técnico, del político y del ciudadano comprender la ciudad como proyecto de orden urbano.

Derecho a la Integración

Las partes de la ciudad deben integrarse como un tejido polifónico y continuo que anime la trama urbana y permita el desarrollo equilibrado de sus relaciones. Es necesario incorporar las áreas marginales a la ciudad real, tanto como vitalizar sus zonas históricas, construir, adecuar y mantener las aceras, interconectar los sistemas viales, abolir los muros que niegan la calle y animarla con fachadas permeables, marcar el tejido por hitos y nodos que permitan leerlo e identificarnos, urbanizar el suburbio con múltiples centros locales y erradicar los guettos fortificados con los que, buscando defendernos de la violencia, hemos violentado la integridad del espacio. Integrar no significa anular o mediatizar las diferencias, sino des-cubrir la coherencia de la experiencia colectiva y múltiple en sus matices y contrastes. Abogar por la integración es admitir las contradicciones urbanas sin ficciones ni temores. Defender la integración exige del técnico, del político y del ciudadano comprender, defender y activar la compleja multiplicidad de la ciudad sin homogeneizar lo que encuentra y desarrolla su fuerza en su propia diversidad ni resignarnos al caos como destino.

Derecho a la Interacción

El objeto de la integración es la interacción: intensificar la vivencia del encuentro controlando sus potenciales conflictos. Vivir en ciudad (pues lo urbano depende de la energía y no del tamaño de sus relaciones) significa compartir con el mundo sus múltiples derivaciones, sumergirse en ellas como causa y efecto de esa diversidad. Es por ello criminal hacer o permitir ciudades sin plazas, sin aceras, sin parques en los que, en el accidente de un café, en un bello portal, el encanto de una vitrina o la balanceada silueta de una muchacha hermosa, hallemos nuestro yo en el otro (humano, natural o edificado) que con nosotros construye la ciudad. Abogar por la interacción es entender la ciudad como escenario al que cada ciudadano concurre con sus herencias, deseos y sorpresas y exigir los sistemas ambientales que permitan, conformen, jerarquicen, y estimulen esa polifonía. Defender la interacción exige del técnico, del político y del ciudadano cualificar el espacio publico con amor a la diferencia como valor y al intercambio como cultura.

Derecho a la Forma

La interacción con propósito de cultura exige el cultivo del ámbito que la aloja. Con demasiada frecuencia (e irresponsabilidad) los arquitectos hemos renunciado al deber de la forma para refugiarnos en una objetividad falaz, incapaces de atender lo urgente y temerosos de asumir lo importante. La forma es, sí, un riesgo, como todo lo que cualifica y es cualificable; pero también, acaso ante todo, un deber. La ciudad en sus espacios, bordes, marcas nos conforma e informa desde la efectividad de su forma: el ethos, la razón de ser, urbano se manifiesta en la emoción estética, es decir, con la armonía, el bien y lo justo. Abogar por la forma es exigir de los artefactos urbanos una intencionada correspondencia con su propósito, que haga físicos los valores de la voluntad humana y de la cultura. Defender la forma exige del técnico, del político y del ciudadano conocer pertinentemente los recursos, modos y atmósferas de la ciudad, convertidos atinadamente en concreciones originales (no por distintas sino por respetuosas del origen y reveladoras de lo que aún aguarda para sorprendernos), y emprender con coraje el reto de formar el mundo.

Derecho al Paisaje

Cada ciudad confronta el proyecto del grupo humano que la habita con la localización en que ocurre. De esta confrontación nace la geografía de la ciudad, con su topografía y sus edificaciones, sus estratos de estilos, quebradas, lomas, escaleras, personajes y floraciones, de forma que la experiencia del paisaje, sus espacios, vistas, siluetas y ejes, edificados y geográficos expresa el orden de la ciudad. Las rocas que marcan las esquinas de Ciudad Bolívar, las arboladas avenidas de Maturín, la imponencia de Barquisimeto sobre el valle, la distante vigilancia de la iglesia de La Guaira o el dramático transcurso de las autopistas caraqueñas construyen el paisaje urbano con intensidad definitiva. Es idéntico crimen de leso paisaje demoler colinas o trancar quebradas que destruir perspectivas o poblarlas de carteles que crecen como moho en el pan viejo o de insolentes pintas publicitarias sobre fachadas inconclusas; igual valor monumental tienen el puente sobre el Lago que el túnel de bambúes del Country, las Torres de El Silencio que los médanos de Coro. Abogar por el paisaje es asumir la ciudad como cultura y naturaleza, manifestación del inestable equilibrio que nos define. Defender el paisaje exige del técnico, del político y del ciudadano un efectivo y afectivo manejo de las escalas, materias y velocidades que construyen la experiencia urbana y de los instrumentos que sustentan esta cartografía de eventos, memorias y lugares que habitamos.

Derecho a la Calidad

Con fatalismo masoquista, aceptamos que todo empeore, hasta resultarnos irrelevante si, siquiera al principio, algo se hace medianamente bien. No entendemos términos de intercambio adecuados mientras ellos ocurran en ambientes pensados, ejecutados y mantenidos sin calidad. Edificios ranchificados, aceras descuidadas, pancartas que permanecen años después del evento que anuncian, muros insolentemente despintados, carros abandonados sobre la acera como bestias, alcaldías refugiadas en edificios improvisados, tarantines, rejas, cadenas y otras violaciones, expresan el creciente irrespeto que aceptamos y que hace del espacio publico un embasurado residuo entre autistas privacidades. La dignidad del ciudadano y de su urbanidad exige aceras cuidadas, árboles sanos, anuncios respetuosos, papeleras decentes, pavimentos adecuados, señalizaciones eficientes, construcción noble, fachadas proporcionadas, jerarquías legibles, espacios correctos, perspectivas limpias, articulaciones resueltas, ambientes, edificios e instrumentos, en fin, en lo que ese cualifique real y simbólicamente el rito de las relaciones urbanas. Abogar por la calidad es exigir respeto por la celebración cultural que es la ciudad. Defender la calidad exige del técnico, del político y del ciudadano una indeclinable primacía de lo permanente sobre lo circunstancial.

Derecho a la Arquitectura

Como el poema se constituye con palabras, la ciudad se evidencia en edificios que son expresión de su voluntad y territorio de sus posibilidades. Construir para la ciudad es proponer instrumentos de cultura capaces de actuar significativamente en las relaciones ciudadanas. Por ignorancia, dejadez, complicidad o vagabundería hemos entregado la arquitectura a la dinámica meramente mercantil sin responsabilidad cultural, huérfana de propósitos y extraviada en extravagancias cada vez más pobres de espíritu. El estado ha sido particularmente responsable de esta desarticulación por ignorar la importancia simbólica y eficiencia física de los edificios que ha patrocinado y alentar el desafuero por ausencia de proyecto urbano claro, delegando en el capital privado la creación de símbolos, espacios y referencias urbanas mientras ranchifica y galponiza las instituciones de modo criminal. Para subvertir este caos corresponde al estado, como manifestación del interés colectivo, y al privado, como fuerza colectiva, construir las res-pública en forma de plazas que sirvan al encuentro, parques que celebren la generosidad de nuestra naturaleza, escuelas que expresen su jerarquía social, oficinas de correo que materialicen la maravilla de la comunicación, vivienda colectiva que pueda alojar el recuerdo de la primera novia, oficinas públicas que representen el necesario respeto hacia aquél a quien sirven, mobiliario urbano que estimule el pensamiento del transeúnte, puentes que revelen la poética oposición de las orillas, y edificios que desarrollen con nobleza el oficio que los convoca, espacios en fin, en los que el ciudadano ejerza plenamente su urbanidad. Abogar por la arquitectura es aspirar a edificios capaces, como actos de cultura, de construir significado y permanencia. Defender la arquitectura impone al técnico, del político y del ciudadano intensificar la ciudad celebrando su construcción.

Y de los Deberes También …

Quizás lo que más necesitamos comprender es que la defensa de un derecho implica, inmediatamente, la responsabilidad de un deber. Esto es particularmente cierto en el ejercicio del Derecho a la Ciudad. Tenemos y vivimos las ciudades que, por acción y por omisión, nos permitimos. Ejercer la ciudadanía nos impone un disfrute vigilante de la frágil emoción de lo urbano, distante no por un maleficio incomprensible o una inconfesable maldad, sino por nuestra propia desidia, porque ahogados en nuestra inmediatez y borrachos de la soledad se nos olvidó que la ciudad, como el amor, se hace todos los días y, como un recuerdo íntimo, existe sólo si la deseamos y basamos nuestra fuerza en la intensidad de nuevos encuentros. Abogar por el Derecho a la Ciudad es asumir el Deber de ejercerla. Y este ejercicio exige del técnico, del político y del ciudadano la práctica cotidiana de lo colectivo, la conciencia y el cuido de la intrincada pero delicada trama que nos define, y una vigilante confianza en la cultura como expresión y como fuerza de esta cambiante entidad que construimos, de este proyecto colectivo que siempre vamos construyendo y que, afortunadamente, revisamos de tiempo en tiempo.


2 comentarios:

  1. El domingo pasado en el programa radial La ciudad deseada que conducen Federico Vegas y Wiliam Niño por la emisora cultural de Caracas, hablaron de esta realidad. Ninguno de los pre-candidatos a diputado tiene entre sus propuestas nada relativo a la ciudad -en este país nuestro- donde el porcentaje de centros poblados de más de 100.000 habitantes supera el 90%.
    Casi todos se refieren al ineludible tema de la inseguridad pero desde la óptica de la preparación y el equipamiento de los cuerpos policiales. Ninguno lo hace desde el punto de vista de la vida ciudadana; del disfrute del espacio público; de los problemas de movilidad, etc. etc. Más lamentable aún porque el deterioro de la vida ciudadana y de la infraestructura de nuestras ciudades salta a la vista.

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  2. Un texto muy sentido y que merece una lectura pausada y una reflexión calmada. Pero para aprovechar, ya que estamos aquí ;-) me permito dos observaciones.

    La primera es que podría parecer que estamos ante el dilema del recién graduado: no consigue trabajo porque no tiene experiencia y no tiene experiencia porque no consigue trabajo. No tenemos una mejor ciudad porque no tenemos cultura urbana, y no tenemos cultura urbana porque no vivimos en una ciudad de donde podamos aprenderla.

    La segunda, es la impresión de que lograr lo anterior, si entendí bien, pasa por una educación ciudadana masiva y global.

    Entonces, y aquí podemos reunir los dos puntos anteriores, al parecer todo, o gran parte, pasa por una dependencia escandalosa de la política. Por supuesto, desde un punto de vista cívico, ciudadano y democrático, la política tiene mucho que ver con el asunto, pero la cuestión real, a mi parecer, es si su papel será positivo o negativo (en el sentido de activo o pasivo); de si los planteamientos para mejorar la ciudad, por ejemplo multiplicar las plazas o dar continuidad a las aceras, serán impuestas (por ley, decreto, etc.) o serán "regalías". En el primer caso tendremos, inevitablemente, una reglamentación que, como todas, dependerá del criterio de los planificadores (que pueden ser unos genios o unos inútiles), que terminará en soluciones rígidas e inapelables hasta la próxima elección. En el segundo caso (ofreciendo deducciones, etc.) el abanico de soluciones aplicables siempre será mayor y las buenas ideas (cosa que los arquitectos sabemos muy bien) terminarán copiándose por los demás.

    En esto, las soluciones múltiples y libres, tiene mucho que ver con la municipalización. Si un municipio lo hace bien, los demás copiarán las políticas que dieron buenos resultados; o, si lo hace mal, evitarán las ideas terminadas en fracaso (todo esto depende de otros factores de mayor peso, que no voy a mencionar por ahora para no extenderme).

    Quisiera terminar agradeciendo que hayas traído el tema a discusión y espero que este espacio continúe. Saludos.

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