miércoles, 13 de octubre de 2010


ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA MODERNIDAD VENEZOLANA

Los venezolanos parecemos tener con el período que simplificamos llamando "los cincuenta" (y que en realidad abarca, al menos, desde 1935 hasta 1965) una relación simultáneamente sumisa, fatalista y masoquista. Aseguramos (a veces hasta nos ufanamos) que durante esos años se gestó una peculiar y casi inigualada "modernidad" que, aunque cimera y referencial para el continente mientras duró, parece haberse desvanecido un día, como de repente, casi como si alguien hubiera bajado el interruptor de la luz y nos hubiera reducido a unas tinieblas que habrían aparecido de manera tan súbita, inexplicable e inescapable como floreció esa modernidad excelsa pero distante y agotada a la que a veces nos aferramos como la única memoria que repiten ciertas familias para demostrar que no siempre fueron la ruina que ahora muestran, otras ondeamos con orgullo casi petulante y otras, las más, la refrescamos sólo para recordarnos que ya nunca seremos capaces de más nada.
Cualquiera de estas acepciones me parece errada y, sobre todo, inoperante, pues todas se basan en exageraciones no examinadas y terminan reduciendo el presente y el futuro a una imposibilidad que sólo limita.
Rescato algunos textos escritos para distintas ocasiones y creo publicarlos en orden cronológico, no porque tal precisión importara, sino porque espero que aunque los enfoques son parecidos, las reflexiones hayan ido evolucionando y no terminen, como las posiciones que critican, estancadas en una letanía de repeticiones.

Comienzo este recuento con un texto que me fue muy difícil escribir por la importancia que la persona sobre la que trata tuvo y tiene en lo que pienso y trato de identificar.

LOS MUEBLES DE MIGUEL

Y

EL múltiple sentido de la sencillez

(ESCRITO EN 2005)

En alguna de sus clases, Miguel Arroyo nos propuso una pregunta inquietante: obligados a renunciar a cuatro de los cinco sentidos corporales, ¿cuál conservaríamos?. Grave, esencial y determinante, la interrogante obliga, casi conmina, a definiciones fundamentales y a discusiones casi tan imposibles como las que incluyen o se refieren a credos religiosos o dilemas vitales.

Cada vez que he utilizado el ejercicio para rescatar conversaciones aburridas o clases que naufragan, he podido comprobar que son el tacto y la vista los más reclamados y que los argumentos por cada uno son tan categóricos como relativos. Extremos del espectro sensorial (todos los seres vivos poseen alguna forma de tacto, pero sólo unos pocos disfrutan de la vista), ver y tocar constituyen maneras distintas, casi opuestas, de relacionarse con el mundo, de entenderlo, pensarlo y ejecutarlo. En extremo concreto y por definición tangible, el tacto exige proximidad máxima con la cosa y con frecuencia involucra el cuerpo entero, como al registrar temperaturas, temores o pasión. Escrutadora y envolvente, la vista exige distancia para que las manchas puedan descifrarse y lo visto se haga idea de la cosa.

Optar por un sentido es, de hecho, identificar el sentido que asignamos al mundo. Pero como, afortunadamente, el mundo es complejo y múltiples nuestras necesidades, cualquier escogencia rescata en el mismo momento el valor de lo descartado, pues escoger es no sólo decidir lo que mantenemos sino la añoranza con la que viviremos.

Pienso que estos muebles de Miguel ofrecen claves para resolver la paradoja de aquella pregunta. De hecho, creo que la fabricación de artefactos útiles, parte integral e integrante de la imagen del mundo cotidiano pero también de su tangibilidad más inmediata, significó para quien se inició queriendo ser pintor (¿hay algo más visual que lo pictórico?) y luego se dedicó a la cerámica (tactilidad tan pura que depende del encuentro de los dedos con la tierra), su particular y aguda manera de escrutar el mundo para vivirlo intensamente, darle sentido preciso al ejercicio de los sentidos y convertir en eventos las oportunidades de la vida cotidiana.

Elaborando ingeniosamente los usos (como en las gavetas/bandejas de los aparadores), formalizando dedicadamente los rituales cotidianos (como en el casi monacal comedor en Pampatar), constituyendo cuerpos que habitan y hacen visible el orden del espacio (como en la escenográfica disposición que apoya cada proyecto) y construyendo espacios para el cuerpo que los habitará tangiblemente (como en la butaca que combina la lógica del mueble de paleta con la concavidad de la hamaca), todo en estos artefactos se concibe y como multiplicidad experiencial a la que cada uno aporta su propia complejidad para enriquecerla e intensificarla.

La didáctica inflexión de las secciones como traza de cargas y resistencia; la casi cortante precisión de los dibujos, con apenas una línea de sombra sugiriendo profundidad; el contraste de brillos, materia, temperaturas, que intervienen superficies con ritmos vibrantes y articulan piezas con sistemática claridad; los perfiles sinuosos, las concavidades incitantes y los esqueletos reveladores que conforman ámbitos de cobijo seductor; conforman presencias contundentes de una metódica inclusividad que escudriña y celebra la riqueza de la vida, dedicada a comprender más que empeñada en inventar.

Eficaces como utensilios y reveladores como artefactos, estos muebles convocan a los sentidos de manera integral, integrada e integradora, en un todo perceptual que intensifica la sencillez de lo cotidiano a través de la celebración de su multiplicidad, de modo que tocar es en ellos otra forma de ver, utilizar es hacer tangibles los ritos, ritualizar es darle estructura a lo visible y ver es adentrarse en los caminos del tacto.

Entiendo ahora que a esta integralidad de los sentidos, a la maravillosa multiplicidad que nos aguarda en la rotunda sencillez de las cosas y al esfuerzo al que, para identificarlas, puede dedicarse una vida, se refería aquella charada de una tarde en Sartenejas.

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