miércoles, 13 de octubre de 2010










EL TEJIDO COMO PERSONALIDAD

Escrito en 2010/año Judío 5771

Al ir tejiendo la cobija para su hijo, la madre sabe que cada punto es importante: el que elabora un detalle y el que, casi sin notarse, lo entrelaza con otros en la aparente rutina de tramar lo que dará a la pieza su densidad y textura. Aunque el detalle llame la atención, sólo la trama da cuerpo al tejido con el que las manos de la madre seguirán acariciando y protegiendo al hijo.

Así, al hablar de “tejido social” y “tejido urbano” nombramos esos otros entrelazamientos que, tramados entre todos, construyen diariamente nuestra entidad e identidad. En ella cuentan tanto los grandes eventos como la cotidianidad sencilla, las personas y las personalidades que dan consistencia y realidad a las presencias que constituyen una nación.

Cuando, como en Venezuela, ese tejido es producto de un complejo, a veces difícil y siempre diverso entrecruzamiento de orígenes, motivos, tradiciones, expectativas y azares, en el que lo único común es la esperanza, las oportunidades se multiplican tanto como se entrelacen las multiplicidades y logren tramarse las distintas fibras.

Como tan bien reseña la “Adolescencia en San Bernardino” de Elisa Lerner, a quien emigra le toca ir conociendo ese nuevo mundo con el instrumental que trae como equipaje y que, precisamente, reconoce con mayor intensidad mientras, no pocas veces ardua ni siempre conscientemente, va entretejiendo costumbres nuevas que adoptan con otras viejas que adaptan, modos, sabores, referencias, preferencias, lugares y memorias en una realidad distinta aunque parecida tanto a la que se halló como a la que ya se conocía.

Tal es el tejido de la Venezuela moderna: entrecruzamiento de influencias, divergencias y confluencias múltiples. Aunque suele decirse que nuestro siglo XX comienza en 1935, a la muerte de Gómez, creo no sólo más cierto sino más estimulante (y, por eso, más retador) pensar que nuestra modernidad, más que de una muerte, surge de un nacimiento: el de la esperanza.

A engendrar esperanza vinieron los conquistadores y, desde fines del siglo XIX y, aún más, durante el XX, llamados por la promesa petrolera o como efecto de las guerras europeas, las dictaduras en el cono sur y las atrocidades de ambas, tantos que desarrollaron o formaron familia en esta tierra en la que ya varios descansan para siempre. Entre todos, cada quien con sus recursos, prioridades y circunstancias y las de un generoso país modesto, tramamos la tolerante diversidad que nos ha distinguido y que, frágil recurso natural, exige atención constante para preservar sus virtudes.

Y si cada grupo aportó a este tejido diverso sus peculiaridades regionales, lo distintivo de la comunidad judía es cómo cada uno de sus miembros sintetiza, con inusual flexibilidad aprendida a fuerza de años de azarosa historia, las diferencias de su nacionalidad original con firmes tradiciones ancestrales, comunes en lo esencial y también diferentes según su raíz sefardí o eskenazí.

No cuesta mucho imaginar a jóvenes judías aprendiendo, al mismo tiempo, el punto de una ensalada cocha y cómo hacer una arepa, o a muchachos que, con casi igual dedicación, practicaban una correcta pronunciación para su Bar Mitzva y sus primeros pasos de guaracha o bolero. Así, personas aparentemente anónimas y personalidades notables, aportaron sus matices al esfuerzo nacional de tejer su esperanza, diversificar sus opciones, intensificar sus búsquedas y consolidar sus realizaciones para construir su modernidad: en lo habitual y en lo protagónico, en lo rutinario y en lo notorio, aportando inteligente, constante, sólida y permeablemente sus particulares fibras para enriquecer la diversidad de este tejido cotidiano que nos forma y conforma.

En el imaginario nacional fluyen tanto del delicado humor de Amador Bendayán como la imponencia del Teatro Junín o el Radio City; la anticipación de una merienda dominguera en el Centro Médico y los logros de Elías Benarroch, Martín Mayer, Miguel Laufer o Estrella Laredo; la entrega de Rubén Merenfeld, Siegbert Holz, Elena Blumenfeld o Víctor Benaím y la vigorosa presencia de mujeres tan distintas y brillantes como Lya Ímber, Senta Essenfeld, Lolita Aniyar, Ruth Lerner, Harriet Serr y muchas otras; la meticulosidad de Gego o Harry Abend y la laboriosidad de las canastillas; Jacques Braustein descubriéndonos el jazz y los tips musicales de algún amigo, alumno del “Emil Friedman”; la iniciación al teatro con Clara Sujo o Isaac Chocrón y las carcajadas familiares por los gestos de Gloria Mirós; la sistematicidad de Angel Rosenblat para redescubrirnos la lengua, la rigurosidad de Harry Ossers para descifrar la geometría, el ingenio de Roberto Benaím para la comunicación masiva o los reveladores anaqueles de “Cruz del Sur”; los emblemáticos edificios de Arthur Kahn, la sensibilidad urbana de Mario Benmergui o el saber estructural de Paúl Lutsgarten; las delicias de la Pastelería Vienesa o el virtuosismo de Stefi Stähl; las tiendas “los turcos” y las estadísticas de Ruth de Krivoy o Moisés Naím; para irnos así apropiando de lo que tan apropiadamente suma el esfuerzo de todos: el casi anónimo de hombres y mujeres que emprendieron desprendidamente la construcción de esperanza para su familia y el de quienes, con más visibilidad y en campos muy disímiles, dieron su pasión y conocimiento a esto que vamos siendo y siguen alentando, por caminos también diversos pero igual rigor y entre muchos otros, venezolanos como Elia Schneider, Offer Zacks, Jacqueline Goldberg, Benjamín Scharifker o Myriam Kornblith y quienes “tan sólo” llevan adelante el arduo trabajo de hacer las cosas bien, todos los días. Sin las “puntadas” de cada uno, el tejido de lo que somos sería menos; porque cada quien aportó lo que debía, somos más porque más sólido, rico y diverso es lo que nos soporta, congrega y entrelaza.

Para preparar estas líneas me fue de especial utilidad un acucioso estudio de Paulina Gamus[1] que concluye con una anécdota evocadora.

Cuenta que su padre, “un judío nativo de Alepo, Siria, que llegó a Venezuela en 1929 sin hablar una palabra de español, solía expresar su gratitud a esta tierra con un gesto que sin palabras lo decía todo: Cada ocasión festiva en el seno familiar, la celebraba paseando la bandera nacional por toda la casa y entonando, con su acento árabe, el Gloria al Bravo Pueblo”.

Sin saberlo, arropado con un símbolo patrio y dejando fluir otro desde su interioridad profunda, entrelazando en ese rito casi teatral hilos, palabras y notas que pudieran no haber sido más que un trozo de tela y otra melodía como sus símbolos más profundamente constitutivos, el turco Gamus construía en esas fechas especiales una obra de arte que, con contundente refinamiento, resumía la diaria apropiación de un país cuya personalidad era ya suya y su agradecimiento al pueblo amablemente bravo del que sería ya siempre parte.

Celebro como la personalidad más destacada del tejido que nos sostiene, identifica y motiva esa construcción cotidiana, apasionada, laboriosa de la esperanza, evocada en días especiales pero conformada a lo largo de todos los que, indispensable y calladamente, los hilan y ensamblan, en esta obra en la que todos somos importantes y que sólo sucumbirá si la abandonamos.

Como toca recordar para festejar el inicio de ciclos nuevos y concentrarse en los días de reflexión para, a partir de ellos, sortear con éxito y sabiduría las vicisitudes y angustias que nos traerá el nuevo año y celebrar con apropiada emoción los logros y alegrías que también nos aguardan si sabemos cultivarlos.

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